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Eugenio MontejoLos papiros eternos

(a Eugenio Montejo)

I

Una extraña felicidad, propia de quienes habitamos en el infierno, pero dados a inventar paraísos peligrosos, abunda en este instante donde respira la pesadumbre y el silencio por encargo. Y digo extraña porque la felicidad es tan graciosamente escasa que sólo se arrima cuando la magia de la poesía la hace posible. Por ese resquicio la descubrimos, hermosamente desnuda: verle sus formas es más gratificante que imaginarla a través del oropel, de los vistosos trapos.

El siglo que se acaba de desprender de nuestras hermanadas memorias, es el mismo que mora en las páginas magníficas de un libro de Eugenio Montejo, a quien acaban de reconocer con el Premio Octavio Paz, lo que nos motiva a alargar la fiesta personal, más allá del desgaste diario, de las urgentes referencias en las páginas de los periódicos.

Entonces, celebramos este premio, esta noticia que nos llena desde el mismo momento en que Eugenio recibió la noticia y se le convirtió el teléfono en un hervidero de inflexiones venidas del mundo entero. Celebramos, sí, al poeta, al maestro de la palabra, al amigo, al caballero que siempre nos recibe para saborear con él esta felicidad siempre cerca, por aquello de que la poesía procura su presencia y hasta su borradura en esta hora y en las que vendrán.

 

II

Cuando escribo esta leve crónica —por la emergencia del horario— poso los ojos en Eliseo Diego, gracias a una nota que Eugenio le dedica en un periódico valenciano, extraída, a la vez, de la revista Poesía. Nuestro premiado poeta escribe: “El lector, investido por el poema como legítimo heredero, no tarda en advertir que lo que en definitiva recibe como legado es todo el porvenir que le sea dado vivir y aprovechar, una manera cortés, muy del talante de Eliseo Diego, de regalarle a cada quien la porción de eternidad que pueda hacer suya”. Estas palabras traducen al hombre menudo y amable de barba blanca, al “hermoso poeta católico”, como una vez me lo describió Héctor Mujica, referencia que me tocó comprobar en el 1978 en La Habana. En verdad, Eliseo Diego nos deja, como bien dice nuestro Montejo, una buena porción de su eternidad. Y así nos pasa con el autor de Adiós al siglo XX y Papiros amorosos: somos sus herederos, parte de su tiempo, los responsables de sabernos este asombro que es su poesía. Esa inteligencia afable desde él en nosotros, de ella, de allí, del lugar más anhelado, la recibimos inmensa y poderosa como revelación de su entrañable voz. Por eso es nuestra fiesta, en soledad o en compañía, bajo la lluvia o el sol de este trópico absoluto que él supo darnos con algunas palabras que son todas las que respiran en la fronda de nuestras heredades.

Hoy bebo y me embriago por este premio. Hoy levanto mi copa para llevarme al sueño de la noche las imágenes de esta poesía portentosa, la de un venezolano en estos tiempos de poca gracia, limosnas y huecas expresiones.

 

III

Colmo el paisaje de Caracas, el del Cabriales, aquel de Güigüe, tan celebrados en los vivos y en los muertos, en la señal adosada al verso, al tiempo de sus palabras, “fuertes, francas, amarillas”, y abarcadas en las “otras redondas, lisas, de madera”, para sin darnos cuenta hallarnos en el Atlántico, en el océano de la inteligencia.

Por esta orilla, colocados en la exactitud de sus sonidos, levantamos el vuelo, aquel que incide con el silencio, el agobiante silencio de la eternidad agraciada por la palabra, tan vapuleada, que hoy nos acerca a la poesía, a la verba de Dios, al canto de un continente que habla español, como dice Darío, y se precipita en imágenes hacia el alto relieve de la tierra, la preterida de los siglos idos y el recién allegado.

Extraña felicidad, sí, extraña, dada a entregarse en fina entonación.

Y si lo permite Whitman, nos celebramos con Eugenio, el gran poeta, el gran amigo, el venezolano de esta hora que nos regala un pedazo de su legado, que es todo el legado de su belleza interior.

Bebamos, celebremos, el país crece y nos construye, “porque el año madura en los campos / sus resinas espesas”. Salud y buen poema. Que la resaca nos sea leve, como amoroso el trago de la bebida añeja.