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SeñalesSeñales

1

Una luz intensa cayó sobre la ciudad, pudo haber sido Lima. Es más, fue Lima. Del mar emergieron los misterios. Una grieta se rebosó con los enigmas de las mareas. Entonces la muerte depositó su rabia en la costa atlántica del continente. Al costado de este mundo, arrojados con violencia, los cuerpos inermes de fantasmas y barcos desvencijados en la memoria de quienes corrían sobre la tierra temblorosa.

Señales, desde siempre. La historia del silencio se apresta a fortalecer el dolor, el miedo. Unos cuantos milagros rodean el temor a ser arrasados por alguna divinidad extraviada en la poca cordura del cielo. La tierra se cimbró contra las rocas, habló desde su vientre y mató a quienes despejaban las brumas del sueño.

Allá, en el mar, donde habitan habitantes extraños, despegó el ojo del movimiento. El epicentro arrancó las raíces de una historia perpleja ante los avances poco discretos del magma: una luz intensa dominó el cielo de la antigua ciudad.

 

2

Un tren descarrila y se lleva por delante la calma de un anciano que cuenta las hojas de un árbol. El hombre que calculaba giró la cabeza y dibujó la tragedia en una mueca desleída por el polvo de la planicie afgana. Poco después, de los montes y oteros emergieron armados los criminales. Remataron a los heridos y saquearon la agonía de una niña que aún respiraba. La muerte, esa señal abultada por los anuncios de los perros que se acercaron hasta el sitio del terror acumulado en la mirada de los heridos.

Mientras esto ocurría, el Talibán leía los papeles de un dios que respira al revés. Un dios que no es más que la pérdida de Dios, el abrasador.

 

3

¿Qué nos advierte el silencio? ¿Qué nos dice cada uno de estos eventos?

Un tren se descarrilla mientras ocurre un terremoto. Alguien, en la lejanía de la muerte escribe:

Alguien debía volver de aquel país de sombra. Y por haber olvidado la clave de sus pasos, caminaba a tientas, procurando recordar nombres olvidados en la sombra.

Quizá pensó en el silencio nocturno de los árboles. Y volvió a caer en la sombra. Otra silenciosa sombra.

Quizás tocó los labios dormidos del agua. Y descubrió que la sed es otra sombra. Otra dormida sombra.

Quizás llamó a la puerta de alguna choza abandonada. Y sólo halló la respuesta de la sombra. Otra abandonada sombra.

Allá en su paraíso, en el lugar de sus ofrendas, Miguel Ramón Utrera descifró con palabras la tragedia. Allá, en su San Sebastián de los Reyes, donde persiste el eco de su poesía, entramos en el poema. Una puerta estrecha se nos abre mientras resuenan en el resto del mundo un terremoto y un accidente de ferrocarril. Mientras tanto, en el norte, un puente cae sobre el río como una barra de chocolate. La muerte se pasea sobre el aire disperso. Y, luego, en China, otro puente se derrumba sobre el silencio de quienes están acostumbrados a ser muchos entre pocos.

La poesía sigue allí, vertiendo su silencio sobre las señales del mundo.

 

4

Un estrago doméstico arribó a la puerta del miedo de los sobrevivientes. El mar arrancó parte de la costa, se llevó por delante las pocas edificaciones arrimadas a la playa. Al amparo de la luz brillante que emerge del costillar del continente, los ciudadanos intentan reconocerse en su pasado.

La luz terminó por envolver las ruinas dejadas por el sacudón y el desastre de la caravana de vagones. Dos lugares, en definitiva, uno solo. Un solo dolor, la misma mueca, la misma muerte, las mismas señales.

 

5

Al borde del olvido, una fotografía ilustra la esperanza. Un rostro hermoso, lijado por la luz que sale del mar y cobija la fiesta que en ese momento se celebraba en una casa aún desconocida. La sonrisa en la imagen: la más clara señal de que no estamos a salvo. El nombre de la joven de la foto quedó bajo los escombros de la mansión donde el mundo dejó de ser el cumpleaños de una bella adolescente.