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“Del dulce mal. Poesía amorosa de Venezuela”, antología de Harry AlmelaDel loco amor al dulce mal

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De la vieja clerecía burguesa española emerge el canto callejero del amor, fuente revelada por los juglares en las plazas públicas, a oídas de todos, sin recato alguno, tanto que atiende a la insania del cuerpo o al amor de la carne. El “loco amor”, entonces, contradice el “buen amor” que tanto dijo Juan Ruiz, nuestro cercano Arcipreste de Hita. Pero el asunto no aligera el equipaje de quien se quita la ropa a escondidas o lanza un inocente beso. No; el curita medieval intentó simbolizar su gusto, que no es más que un atajo para dejar escrito que el buen amor también tiene sus ambientes terrenales. Así, le dice a Dios, también al cuerpo del pecado. Prueba de ello

Cuando dice Aristótiles, cosa es verdadera
el mundo por dos cosas trabaja: la primera
por aver mantenencia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fembra placentera.

Tan terrenal imagen encuentra en las alturas —en el cielo divino—, el placer del cuerpo que retoza en el follaje de la carne pecaminosa y que, a decir de quien lo practica, resulta premiado por el paraíso de los sentidos.

Los dones personalizados revelan el carácter erótico de quien no perdió contacto con Dios. Así, Don Amor arregla lugar con Don Melón y Doña Endrina, para llegar a final término con Don Carnal y Doña Cuaresma: cuerpo de “fembra placentera” y tiempo de guardar frente al altar o al carnaval mundano: boca y dieta religiosa: canto del amor para destejer pecado y salvación.

 

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El mal de amores, el dulce mal que Petrarca dejara en la Iglesia Santa Clara de Avignon en 1327, el del “constante tormento”, no es más que el amor platónico, el de beso de piquito imaginado, que en Petrarca representa la peste negra que le quitó la vida a su amada Laura. Por eso, el ardor amoroso de los cercanos a Petrarca se basa exclusivamente en una placentera contemplación de la belleza. Por eso, el amor es dolor.

Don Francisco de Quevedo y Villegas, jodedor, amante y petrarquista, no perdió oportunidad para afirmar: “Mi corazón es reino del espanto”, para más adelante dejar escrito en el Amor constante más allá de la muerte:

Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrán sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.

El amor, tan celebrado, repudiado a veces por el despecho, o la resaca de los días en botella, deja también en Garcilaso esta muestra: “O dulces prendas, por mí mal halladas”.

Y sin esfuerzo alguno, San Juan de la Cruz interroga:

¿Adónde te escondiste
Amado, y me dejaste con gemido?

Lo que podría hacer pensar en la fuerza vital del amor de Dios y el de las carnes de hembras tan hermosas, tan sabrosas, también.

Juglaría y clerecía se tropiezan, se juntan para entrar en el dulce y amargo mal que encontramos en las Coplas del alma:

Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero
que muero porque no muero

De todo ese caudal se desprende el epígrafe de Andrés Eloy Blanco para la antología que Harry Almela ha preparado con la solvencia de quienes hemos pasado y seguiremos pasando por tan espinosos almíbares de la carne y sus adentros, y que ha titulado tan bien, por mor de sufrimientos, Del dulce mal. Poesía amorosa de Venezuela:

y quedarnos después con la delicia
del dulce mal con que me estoy muriendo,

tan petrarquista como los anteriores, tan sufriente del “dulce mal” que dijera igual Patricia Higshmith en The sweet sickness, su dulce enfermedad, su dulce mal, su situación, en la que un tal David Kelsy vive obsesionado por una Annabelle seguramente apetitosa y “fembra placentera”.

 

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Este de Harry Almela, que es recopilación de amores, males y bondades, pieles, almas, despechos y olvidos, pasa por un registro de la poesía que en Venezuela se ha hecho y se hace donde salta a la vista el amor o el picor. O eso que se hace llamar así, para no contradecir a los ateos, a los enemigos de Petrarca, a los resentidos de Quevedo, a los muy insensatos del Ars amandi de Ovidio: ese remedia amoris, ese tanto panphilus de amore, que es añadir mucho al latinazo y al vulgar castellano que nos llena de carnales deseos. Que nos sea leve con La Celestina y su tragedia.

Aquí nos sentamos a leernos y a pensar como dice Almela: “El amor puede salvarnos de lo fútil y vano de la vida y de la voracidad del tiempo. Hay quienes aún creen en esa posibilidad. Por suerte, según otros, es una enfermedad que tiene remedio. Lo cierto es que un mundo lleno de enamorados permanentes sería ingobernable”. Y lleva razón, y hasta fastidioso sería toparnos con tanto arrumaco.

Se recogen aquí un poco más de cien autores que, como todo bípedo pensante y de corto raciocinio, ha caído en las redes del “dulce mal”, tan dulce que a veces empalaga, pero cómo gusta, cómo deja vacío, cómo colma y desvaría.

Encontramos textos de Acosta Bello, María Auxiliadora Álvarez, Francisco Arévalo, Arvelo Larriva, Barrera Tyszka, Pepe Barroeta, Andrés Eloy Blanco, Goyo Correa, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla, José Gregorio Correa, Lydda Franco Farías, Vicente Gerbasi, Félix Guzmán, Hernández Álvarez, Lira Sosa, Juan Liscano, Pancho Massiani, Eugenio Montejo, Aquiles Nazoa, Alejandro Oliveros, Hanni Ossott, Leonardo Padrón, Palomares, Yolanda Pantin, Luis Pastori, José Pulido, Ramos Sucre, Rojas Guardia, Schön, Ludovico Silva, Tortolero, Valera Mora, Reina Varela y muchos más.

El libro pertenece a la colección de Leonardo Padrón Llámalo amor, si quieres, editado por Aguilar en este país revuelto por tanto amor no correspondido.

Digámoslo con palabras del padre Carlos Borges, menos santo que Quevedo, pero tan del dulce mal que entró en esta antología:

Tus caderas de ánfora,
redil de mis pecados.

Si alguien tiene alguna objeción, que lance la primera almohada.