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Miuel Ramón UtreraUtrera o la voz recobrada

1

A esta altura de todos los milagros. A este límite de tantos agobios y olvidos, se hace necesario recobrar la cordura frente a quien se ha dejado llevar por el silencio: por el propio de la muerte y por el anidado en el territorio de la banalidad, tan de moda en estas horas de sobresaltos, provocadas por quienes han inventado noches sin días.

Y afirmo esta impostura, toda vez que Miguel Ramón Utrera, responsable personalísimo de su eternidad, forma parte de ese descuido que a cada instante nos muerde los reclamos.

Hace años —dos días después del anuncio de que al poeta de San Sebastián de los Reyes lo habían acreditado con el Premio Nacional de Literatura, supimos de su casa y de sus altercados con amigos y fantasmas a quienes se les ocurrió acercarlo a ese inmerecimiento, como él mismo afirmó en muchas entrevistas y conversaciones en su viejo aposento frente a la Iglesia del hermoso pueblo aragüeño.

En efecto, Miguel Ramón Utrera, aquejado por males del cuerpo y del alma, más del primero que del segundo, porque puede más el espíritu a la hora de encarar la poesía, bajó lentamente los escalones que lo distanciaban de su casa-dormitorio y nos convidó a desayunar en la de su hermana, quien lo esperaba en el zaguán. La casa, a unos doscientos metros de donde se aferraba a sus demonios, nos recibió en la voz queda y amable de la mujer que salió a recibirnos. “Aquí están unos periodistas de Maracay”, y entonces, sin terminar de entender la caída de una nube sobre el patio de la familia, Utrera dijo algo parecido a una maldición: “Ese García Márquez no sabe escribir”, y entonces entendimos que la jornada sería un tanto resbalosa, pero llena de sonoridades.

 

2

La crónica sigue intacta en la memoria. Los detalles de aquella conversación, ayudada por la admiración y el temor de que en algún momento el maestro profiriera alguna inflexión incómoda (que a la larga sería el título del trabajo periodístico), se han quedado colgados del tiempo, el que alimenta la atmósfera de sus palabras, el color local de aquellas pocas horas de pausas y larga intervención de quien lanzaba amables improperios a sus amigos Luis Pastori y José Ramón Medina, responsables de que un poeta —escondido en las estribaciones de un pueblo olvidado— haya sido testigo de un anuncio que se convirtió en rechazo. “Yo no tengo libros publicados. No me merezco eso, porque yo no lo he pedido”, nos dijo con su vocecita de anciano venerable, seguro de que sería oída por los pájaros que se dejaban caer en una batea bajo una mata, probablemente de granada. Entonces apareció García Lorca en medio de tanto silabeo y el poeta miró hacia el patio que tantas veces lo regresó a la niñez y lo hizo título en una entrevista de Harry Almela. Sus ojos pequeños se quedaron instalados en un remolino de nubes que se acomodaba sobre la falda de la montaña. O lo imaginaba, porque ese día todo fue posible, tanto para disipar temores como para sortear el humor duro, ácido y revelador del poeta de Calendario de la ausencia.

 

3

Ha pasado una sombra a nuestro lado
sin voz ni aliento; como flor caída.

Como una sombra, ya tarde la hora de retornar al bullicio, el poeta Utrera nos despidió en la puerta de la casona de San Sebastián. Ese día sentimos que ese merecimiento lo marcaría para siempre, lo dejaría al lado del camino que pocos años después dejaría de recorrer.

Por eso, cuando leo la entrevista —inédita porque se quedó fuera de un fallido número de la bien recordada revista En Ancas—, que el poeta Ramón Ordaz sostuviera con ese “comarcano” de nuestra poesía, siento lo mismo que sentí ese día en el pueblo serrano de Aragua, primogénito de esas calurosas alturas.

Me instalé con la intención de revolver recuerdos. Y así fue, regresaron íntegros. La voz polémica del poeta, antiguo calco de la dignidad, descubrió nuestra edad, nuestros pasos inseguros sobre la tierra. Insistió el hombre acerca de los méritos, acerca de su aporía frente al Universo, lo que obliga a leer “La sombra temeraria”:

Esta sombra nos sigue, de puntillas;
se oculta en todas nuestras horas claras;
y así mismo se infiltra en nuestras voces
con leves ademanes de fantasmas.

La entrevemos, siguiendo nuestros pasos,
y trepando por todas las palabras;
inasible, fugaz, sin rumbo fijo,
pero presente siempre y siempre extraña.

Guardemos ya nuestras mejores voces.
Deshilando las hebras de este sueño,
esperemos la luz de la mañana.

Cuando el día retorne con sus sones,
en el diálogo puro —lumbre y sueño-
se rasgará la sombra temeraria.

He allí la sombra del poeta, la eternidad de quien rasgó “las hebras de este sueño” e hizo de sus méritos negación y humildad, porque más allá de cada impostura está la fuerza de su silencio, que era la lejanía de su vida del mundanal ruido.

He allí la muerte, la sombra que regresa. Este texto que trepa y se aferra de las palabras, es la poética de su reafirmación: el poeta es pura eternidad. Nada vale más que su silencio, que su sombra hecha fantasma, derrotada por la luz reciente del día. Algo así quiso decirnos, y así lo dejó marcado en la conversación con Ordaz.

¿Cuántas veces se es Premio Nacional de Literatura en la eternidad? ¿Cuántas veces en vida se puede rechazar un galardón que muchas veces ha servido para inflar la vanidad de escritores que inmerecidamente lo llevan colgado de sus ambiciones? Utrera lo rechazó porque a su juicio no lo merecía. Llegamos a pensar y ahora a afirmar públicamente, que el poeta no lo quería, no lo deseaba. O ya sabía que su sombra temeraria regresaría a diario a borrarse contra la cara del olvido.

 

4

“Yo entiendo que el mérito no se premia, el mérito se premia a sí mismo, mantiene su propio valer, no se le puede poner precio, ni jurado, ni persona, porque ponerle precio al mérito de alguien es una ofensa”, le confesó Miguel Ramón Utrera a Ramón Ordaz. Es decir, el poeta —sensible a cualquier manifestación de regalía— se sintió ofendido, porque le estaban cortando las alas, porque “de aquí en adelante no te vamos a reconocer lo que hagas. Es hasta un atrevimiento, pues los méritos llegan hasta el día que lo entierran a uno, y hasta después de muerto”.

He allí entonces que la sombra temeraria, la del antiguo poema, se ajusta al momento del rechazo. Para Utrera, ningún premio recobra la voz del poeta: se aferra más bien en el trabajo de los que fueron sus alumnos y hoy le traen libros como ofrenda. Es decir, el poeta se celebra en los otros, en los que fueron sus pupilos. Se acomoda a esa manera de respirar “La voz ausente”.

Sobre el menguado tiempo —lumbre herida-
está la voz lejana que sustenta
color de lozanía.

Mirad la pobre senda:
perpetua soledad en ella afinca
su cadena infamante. Fronda seca.
Estéril brillo. Trunca melodía.
Todo lleva los ecos de otra ausencia.

¿Qué ha querido decir el poeta en su porfía vivencial, en su porfía poética? ¿Simple metáfora o forma de ser? Digamos sin afán de filosofar que Utrera enfrentó la vanidad, la derrotó, pese a los “viejos rumores”, pese a las palabras olvidadas, las pausas alargadas, dejadas a un lado del “menguado tiempo”.

Miguel Ramón Utrera recupera su voz cada vez que abrimos un libro donde encontramos sus latidos. Cada vez que nos asoma a su propia sombra y a la de los lectores. Cada vez que nos recuerda la muerte y la aligera de equipaje, sin premios en los huesos, en las voces perdidas, en el reclamo eterno del silencio.

Recobrado el poeta de San Sebastián, a un siglo de su llegada, vuelve a su voz y la hace mérito en quienes andan por su Senda pueril, por la niñez renovada, por la Voz peregrina, por las tantas Soledades de su escritura, por ese Oficio de verano encajado en el patio de sus ojos, por los tantos Testigos del alba, por La huella invisible que vemos en las calles del Universo, por Aquella aldea, ardentía de nuestros sueños, por los Aires de la vida, tan aporreada; por La memoria de la espiga y las Edades de la flor.