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“El lugar de Piglia”, de Jorge CarriónPiglia, los monstruos sagrados

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Juan Manuel Oliden aún se incomoda cuando le hacen las preguntas de siempre, interrogantes que todo escritor debe llevar en los bolsillos para satisfacer la torpeza de algún estudiante de literatura o de un atravesado periodista que ve alas en lugar de brazos en el destacado novelista de la semana. No en vano, Los monstruos sagrados de Silvina Bullrich se pasea por el imaginario de los que todavía creen que escribir es un acto de magia.

“—Somos noveleros y nos gustan los nombres nuevos —continuó seriamente—, por supuesto, a los tres o cuatro años esos globos luminosos se desinflan y debemos volver a la realidad: al escritor que escribe desde que recuerda, el que no ensaya la escultura, la pintura, la política y también la literatura por si la pega en algo”.

En esta dolorosa síntesis se enmarca la poética trágica de muchos escritores latinoamericanos. En este tejido respiran los sueños de artistas que llevan su monstruo sagrado bajo la más delicada de las pieles.

Si por este camino llegamos a Ricardo Piglia, somos afortunados. El autor de Respiración artificial suele asomarse con el mundo a cuestas: la realidad de su continente, la de su país toca y altera los sentidos. Monstruo sagrado de la novelística escrita en español, Piglia desdobla sus ímpetus y saborea las palabras de Oliden, las mismas que Bullrich exprime para ficcionar (qué dura realidad) el mundo de los escritores, la atmósfera cargada de tantos egos juntos. Esta enfermedad no taladra el discurso —y pensamos que la vida— de quien hoy es objeto de un estudio completo en edición de Jorge Carrión para la editorial Candaya, El lugar de Piglia (Barcelona, España, 2008), donde habita la crítica —¿sin ficción?— formulada por hombres y mujeres practicantes de la realidad, toda vez que la ficción, en este instante, les va de lado, para gracia del volumen que aludimos.

El lugar de Piglia desanda nombres y horas detenidas en la mala memoria de América Latina. Volver a la realidad, dice el personaje, la misma realidad —¿el fracaso?— que Rodrigo Blanco Calderón llega a advertir al relacionar a Piglia con Gombrowicz. Y así, Ana Gallego Cuiñas con Juan Carlos Onetti, y más adelante Magali Sequera al estudiar el relato-río confirmado en La ciudad ausente. No podía faltar Rodolfo Walsh en trabajo de Christian Estrade. Remata esta entrada de precursores Jimena Néspolo, quien recoge las claves del ascetismo y la falsificación en la obra del argentino nacido en Adrogué, provincia de Buenos Aires.

 

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El experimento, el relato como extremo, como prueba de ensayo, conduce al lector de este volumen de Candaya a abrevar en Juan José Saer, otro de los monstruos sagrados de Argentina, ausente de la actual polémica literaria, pero presente en el sudor diario de los libros, para quien “la tradición es la tradición de la lírica”, como el mismo Piglia comparte.

En este lobby se lucen Graciela Speranza, Daniel Link, Saer y Piglia y Juan Villoro.

En otro, la relación del padre de La invasión con el cine. Allí, en la oscuridad de la sala, teorizan Emiliano Ovejero y Jorge Carrión, vecinos de butacas.

 

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¿Quién no ha sido invadido por el discurso ajeno? ¿Quién que no sea creador ausculta en la palabra del otro, en los “crímenes” del otro para preparar escenario propio. Nada es pecado. Nada es tan permitido como pasarse de una silla a otra, de un relato a un secuestro.

Un poco más atrás, en los precursores, Piglia se acerca a Roberto Arlt, indagador de caídas y cuerpos rotos. En Escritor fracasado, el padre de El criador de gorilas escribe: “—¿Y mis libros? ...¿Cómo es que el fuego no respeta mis libros? Sus libros... ¡uy! El universo se estaba derritiendo en la sala”. Un poco de Oliden, mucho de homenaje a Arlt a través del fracaso, el descarrilamiento del yo, ese pesado fardo que pervive pese a la gusanera de la tumba.

Pero no es asunto de adivinar la catástrofe. Piglia se sabe de memoria las líneas de Nombre falso donde él mismo —en las vísceras de su propia ficción— dialoga con Kostia, quien le aconseja leer Escritor fracasado, de Arlt (no sabemos si alcanzó a encontrar El jorobadito, la edición del Libro Amigo de Bruguera de 1981).

“—Eso es lo mejor que escribió Roberto Arlt en toda su vida (...) ahí tiene un retrato del escritor argentino”. ¿No será acaso una proyección que arrastra los nombres y apellidos de muchos escritores de habla española? Pero dejemos el llanto a un lado y sigamos con las páginas de Candaya.

¿Después de Piglia? ¿Quiénes? Para eso escriben Vicente Battista, José Sazbón, Carlos Alberto Gómez, Eduardo Gudiño Kieffer, Ernesto Schoo, Rodrigo Fresán, Villoro, Ignacio Martínez de Pisón, Enrique Vila-Matas, entre otros. Desvisten la aventura de pensar y escribir, la de la tragedia y la inteligencia, el exilio y sus matices, la de la reflexión literaria.

Jorge Carrión, el recopilador, cierra la puerta con sendos trabajos: una nota y una entrevista. Ambas, emociones que siguen dilatando la relación de Ricardo Piglia con su pasado, con el presente que lo lleva a afirmar: “Desde luego, cada uno tiene el lugar que se da a sí mismo y, a su vez, otro, imaginario”.

Todos los lugares conducen al infierno o al paraíso. A la realidad o a la ficción. Piglia conduce a Piglia y sus herencias, los epígonos que aún traspiran en las bibliotecas de la desmemoria americana. Para nuestra fortuna, aún quedan sitios, como éste de Ricardo Piglia, atado a la ficción, aunque la realidad siempre obliga.