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Daños espirituales

1

El amor y la muerte, dos espacios que se tocan, se repelen, se congracian y a veces son lo mismo desde el silencio, desde la espera, desde el luto que entrañan el desgarramiento, el vértigo de la ausencia, la “ansiedad y derrota / antes de abrir los ojos”.

El lector, sujeto a estos Daños espirituales de Cecilia Ortiz (Bid & Co. Editor C.A., Caracas, 2006), lee y revisa con aprehensión el amor que contiene este poemario. La muerte, por otro lado, esgrime su defensa desde cualquier esquina de los versos, toda vez que se trata de una elegía en la que caben todos los muertos, incluyendo al que abre el libro y se inclina sobre su propio rostro frío y maquillado para la eternidad.

El amor extraviado, sonámbulo llega a la muerte, lugar adonde entran y salen los efectos causados por el primero. Es voz pública: se ama para morir. O, en el mejor de los casos, quien ama o busca amar se acerca a la eternidad, a la muerte, al silencio. El amor toca la puerta de la muerte. Ambos, pérdidas o ganancias, promueven el luto, la elegía, el canto que habrá de quedar grabado como confesión. Así, “ciegos de amor / ninguno sostiene / el extravío del otro”.

 

2

Recurro a Hanni Ossott (siempre está allí al auxilio de nuestro desamparo) para no perderme en mi propia muerte o en la de quien se destaja entre el amor y la ausencia absoluta:

El poeta sabe que el vivir no basta para traducir y expresarlo todo.
El poeta sabe y siente cómo escapan de él las visiones. Esa fuga es
un morir que se añade al otro morir, al de las pérdidas. La palabra
poética es entonces reparadora, restauradora de ese equilibrio, de
esa amenaza de fuga. Se escribe poesía desde la conciencia de la
muerte y la disolución.

La muerte, desmayo en el que las palabras flotan y pierden el sentido, ha estado presente en toda la obra de Cecilia Ortiz. En esta oportunidad, recoge los títulos Daños espirituales, Habla la muerte, Hablo a mis muertos, Invernadero y La pasión errante.

Quien escribe usa las palabras, su presencia sonora, su cuerpo inmaterial, para dejar constancia de que la muerte está al acecho, asomada sin invitación. Sabe que la voz, médula interior cargada de desastre y aletargamiento, tiene el poder de sobrevivirla. La muerte, como el amor, entonces, cambia de sitio, varía de tono. Amor y muerte se hacen juntos: “Cuando se muere un amor / se despliega el agua / sobre el planeta”. Suerte de tsunami que consagra la intimidad, la hace tan visible que es capaz de globalizar el dolor. Esa desmesura de quien habla, de quien revela su fragilidad, tiene momento en

Sí, se desvanecen en la marea
no huelen
retazos de alga

Pobre muerte
sin extender la mano
sin encontrar camino

Fuera del mar ya no se es nada
el ojo del molusco
el pedacito que vuelve
respira del pasado

Juré por un momento que lo amaba
y me salvó la vida
juré por él que perdería

Ya no muero de esas cosas, dije

Aquí estoy contando los días

Pese a bajar el tono, a hacer casi ensoñación de taberna, el espíritu mantiene su entereza. El daño causado no lo rebaja. La emergencia de su fuerza queda inscrita: “Cómo siento este ruego de amor / que une al universo”.

 

3

Un rato más tarde —todavía afectado por los sonidos anteriores—, la poeta asiente y permanece, alivia el daño, carga el dolor ante la afirmación de Hanni Ossott: “Por el poema recobramos la vida desde el fondo de la muerte”.

La palabra, navío donde viajan ambos “daños”, se agita entre mareas. La poesía, la voz más honda del ser humano, vertebra el amor, lo consolida frente al misterio del tiempo, el que extravía, pierde, eterniza. El epitafio bien traza ese destino: “Amé abril y sus cigarras / Dignifiqué al ser / Siempre fui de rodillas sobre la / Grama / Preguntando por qué por qué / La vida me quiso / Como hoy la muerte me quiere”. Esos amores, vida y muerte, resumen el paso del poeta por la tierra. De esta manera nos acerca la autora del ensayo “El poeta y su relación con la muerte”: “Porque la experiencia del morir, del morir psíquico, lejos está de ser una experiencia sólo negativa. Ella es también restauradora. Por eso entendemos el poema como carnalidad”.

Carne del amor, amor mismo, carne de la muerte, carne eterna. Esta figura reconstruye la pasión, el deseo, el cuerpo frente al alma, el espíritu afectado, limitado por su propia muerte, por su propia vida, por su propio amor.

 

4

Poesía mediúmnica, poesía que viaja hacia la voz de los ausentes, de los idos. Que consulta el silencio. En hablo a los muertos, Cecilia Ortiz, más elegíaca, hace contacto con personajes de sus afectos: Paquirri, “peso inmanente”; Nerval, “la locura se prendió de ti / y lloraste”; Ludovico Silva, “miró al mundo / desde su lágrimas de profeta”; Doris Wells, “curiosa máscara volante”; Ida Gramcko, “viviste de noche / para espantar el día”; José Ignacio Cabrujas, “sin ti el vacío / del borde transitado”; Hanni Ossot, la tan consultada, “Aquí estamos tus amigos / en el infierno / para que subas al cielo”; Martha Komblith, “por tu locura de rama seca”; Luis Sutherland, “fuiste a buscar la mano sagrada”; Elí Galindo, “Y ahora llueve poeta / cuando muere un poeta llueve”. Homenajes que marcan la geografía de ese daño espiritual tan cerca de todos los que habitan el país de la poesía, el de la amistad.

La certera muerte se aproxima al Invernadero, al lugar donde crece el sueño, donde florece el silencio, el calor de la única distancia que se cumple sin sobresaltos, sin dolor alguno.

Mi memoria se revela
¿Quieres descifrar el misterio?
Cuando el final es lo único que sabemos

Padeces porque quieres
Miras la ventana
Un día de tu vida es tan sólo el que vale

No me regañes
No te hieras

El invernadero es mi cama reseca
Envuelta en desperdicios
Cien días sin recordar el sol

El invernadero soy yo
Parada sobre mis secretos hastíos
Para da sobre mi tenue dolor
Porque perdí lo perdido.

 

5

La última estación de este tránsito poético, La pasión errante, hurga en la misma pérdida, en lo que no será. “Quedarán en la oscuridad todas las palabras por decir, / se ocultará en los bosques arruinados / toda consideración sobre ese amor”.

La volatilidad de los sentimientos encuentran lugar en el espíritu y el cuerpo de quien ama. La pérdida, el vacío de quien estuvo, la fuerza que ya no está, el deseo disipado, desgarran desde las palabras, las que se dicen, las que reclaman a las que no se dijeron:

Qué hago ahora que vengo
del planeta de tus brazos

No me reciben.

No entienden mi desafuero.

Cambiaron las formas,
se expanden en llamas.

No se contienen.

Me dejaste una pasión
que ahora no sirve a nadie.

Esa desesperanza, atada a la pasión, continúa su errancia por las últimas páginas de este libro. El tono elegíaco, dirigido a su propio espíritu, toma cuerpo en algunos de los alientos que sacuden este trabajo: “La dirección del alma se ha extraviado, / un eco, un ruido intenso corre en las venas” (...). “Pido descanso a mi desaliento. // Pido que vuelvas o que yo pueda olvidar / con inusitada rapidez // Pido un poco de agua para la sed”.

Con esta confesión: más vida para este amor y más aliento para esta muerte.

Al cierre, nos dice Hanni Ossott: “El poeta es el héroe de una guerra que sabe perdida”. Quien lea Daños espirituales, sabrá que tiene que escalar pérdidas y dolores.