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Ana Enriqueta TeránAna Enriqueta Terán
Presencia de lo inasible

En De oficios y de nombres, Ana Enriqueta Terán resalta el juego de la palabra-objeto, suerte de vacío metafísico que la enfrentaba a la realidad: ese vacío le producía gozo y terror al mismo tiempo: “Pero me salvaba, y aún me salva de lo real. La silla existe, y después del desvarío vuelve a estar en su sitio”.

La poética de esta mujer, nacida en Valera, estado Trujillo, en 1918, viajera impenitente por el país en el que ha vivido y por el que dejó para ejercer como diplomática, es una travesía que le ha aportado a su trabajo características variadas. Según ella misma ha perfilado: la palabra calca el lugar y se hace el sonido de ese lugar. Así, cuando afirma su afecto por Góngora y Garcilaso de la Vega está “un deseo de atrapar su música”. En tal sentido, esos paisajes vividos la han llevado a sentirse libre, dueña de sus tonalidades verbales.

—Muy niña descubrí a Garcilaso. En mi casa se leía a los clásicos y se los manejaba. Mi madre me inició en su lectura y digo mi casa, en vez de decir, desde el principio, mi madre. Porque verla a sus ojos, su reciedumbre, era descubrir la casa entera, su fortaleza (...). En mi casa, de sus labios, aprendí a disfrutar del Siglo de Oro...

Una lectura de la vida de Ana Enriqueta Terán nos lleva a decir que la casa no sólo es el aposento, el lugar donde se crece y se muere: la casa para la poeta trujillana es el vientre de la madre, las primeras palabras de la madre, porque la casa como fortaleza era también “feminidad, amor y devoción por los clásicos, por el arte”. Es decir, un ser humano dedicado a la creación, a la invención desde la experiencia de los poetas del Siglo de Oro, sin olvidar que vivía y vivió en el seno de una casa donde habitaban otros fantasmas. La Venezuela de aquella segunda década del siglo pasado era campesina, rural, silenciosa, atrasada. La niña que respiraba esos aires se salvaba porque “La silla existe, y después del desvarío vuelve a estar en su sitio”. Esta revelación metafísica define la existencia poética de Ana Enriqueta Terán, aunado al carácter apolíneo de su tránsito verbal: la belleza —no la de Rimbaud— no es un naufragio, es “ardor purísimo”.

En la segunda parte de la oda “Presencia terrena”, Terán aborda su cuerpo, lo celebra, lo desnuda, lo animaliza:

Te mueves, enarbolas tu sangre y tus cabellos,
bestia mía dorada que fluyes en la sombra.
¿Qué palidez obliga tus pesados corales
y llena de presagios tu limitada forma?

Los primeros intentos, nervio de Al norte de la sangre (1946), de la poesía de Ana Enriqueta Terán dicen del uso críptico del lenguaje: se afinca en el nombre por ser “esencia, punto central de un infinito imponderable, el verbo es Dios y los adverbios matizan la fatiga de ambos”. Enarbola su apego por los poetas españoles: “Garcilaso me acompaña en las derrotas amorosas; Santa Teresa me enseña cómo desear a Dios, Góngora se vuelve licor de libertad en mis liras, tercetos y sonetos. El verso es una rayadura perfecta en lámina de oro”. La palabra es el cuerpo, la belleza, la pintura que también tocó el espíritu de esta trujillana que continúa abundando en la poesía venezolana. Esta primera aventura verbal de Ana Enriqueta Terán se condensa en esta aseveración de José Napoleón Oropeza, al referirse al poema “A un caballo blanco”, presente en el libro Presencia terrena (1949): “Se afirman, se condensan y se prefiguran en ese soneto los temas, variantes y obsesiones de su poesía: la síntesis cosmogónica de la imagen que convierte a los elementos de la naturaleza en reflejos y espejos de un solo ser; el paisaje como cuerpo del poema, arboladura del vivir”.

 

La geografía del poema

La poesía de Ana Enriqueta Terán se mueve por el territorio de un país estático.

—Ella me llevará a lugares de sombrío esplendor donde gozo o pena, ira o mansedumbre, o simplemente belleza, formarán la urdimbre de lo que habrá de ser mi poesía.

En efecto, Terán marca la respiración de su trabajo creador a través de una geografía cuya cronología advierte los avances de la autora en el discurso poético: los valles de Momboy alojaron su infancia, donde los olores y sonidos construyeron el imaginario para lo que vendría después. La adolescencia la instaló en Puerto Cabello. Allí, en El Palito, comenzó su conocimiento del mar. En el puerto descubre ventanas y “mi poesía se nutre en caldos oscuros en antesalas de esplendor. No estoy en posesión del idioma, pero amo, afino el instrumento que habrá de servirme para triunfo y humillación en una misma línea”.

De esa ambición por conocer el idioma, la Biblia la aproximó al Salmo 109, y así, después prefigura Música con pie de salmo, pero antes había escrito Verdor secreto (1949), De bosque a bosque (1970) y Sonetos de todos mis tiempos (1970-1989).

Un mundo oscuro pasa a ser dominio en la poesía de Terán. Entre 1946 y 1952, la poeta se encuentra en Uruguay y Argentina: “Mi poesía usa coturnos de sombra en vez de las ágiles sandalias del primer tiempo. Porque el del Sur es otro tiempo”.

Pasa por Norteamérica, por París, y en 1954 se instala de nuevo en la casa materna. Allí, entre el recuerdo de la madre y la puesta en marcha de una modernidad aún en ciernes, entra en conflictos y admite no hacer Letrismo, “pero el verso libre me solicita y voy a él con respeto y autenticidad. Sin embargo, no abandono las formas clásicas; no las abandonaré nunca. Sonetos y tercetos me serán fieles y andaré por ellos con distintas penumbras pero con un mismo trazo de libertad y honestidad”.

Entonces aparece Música con pie de salmo (1952-1964), para sorpresa de los lectores, acostumbrados a leer la música de su rima perfecta.

Distante bella lobezna desprendida de los bosques;
inmensa y sombría como el descenso de las águilas
en la soledad de los salmos;
guardadora de verdades y máscaras opuestas
al rostro común señalado de infinito;
sensorial y eterna como el paso de las razas
sobre la brillantez oscura de las piedras...

Sigue El libro de los oficios (1967), con la mirada puesta en Morrocoy, cerca del Puerto Cabello que la acercó al océano. Ana Enrique Terán dijo de aquellos días: “Aprendo a sobrellevar cargas insostenibles de verbo ante la pureza de los objetos; me rodean muebles de madera de cardón, con palidez atenuada por el uso”. El poema es la casa, el recuerdo de la dejada en la voz de la madre. Sigue: “Se cocina con leña en ollas de barro; se hace el pan; hago carpintería. Empieza frente al mar el sortilegio de los oficios (...). Estoy en mi reino”. Un poco antes, en Valencia, durante doce años, la ciudad “guarda un primer intento casi logrado de ansiosa maternidad”.

En Margarita nace Libro en cifra nueva para alabanza y confesión de islas (1967-1975). Desde una ventana pronuncia que en la isla “la palabra es piedra y sequía. El entorno insular se afecta de manera profunda, acaso en beneficio del poema. El texto surge en carne vida, impúdico de tanta verdad”.

Las páginas se hacen libros en los títulos Casa de hablas (1975-1980), Libro de Jajó (1980-1987), donde “la montaña me devuelve suficiente menudo para la evocación y cómo fueron mis ancestros, cómo las haciendas perdidas, cómo los cultivos de caña y café”. Después, Casa de pasos (1981-1989), donde, según José Antonio Yepes Azparren, “no encontramos el virtuosismo del asombro sino el oficio de una escritura elaborada que encontró en su lenguaje maneras que se repiten en el continuo, para lograr sólo ocasionalmente versos que se quedan vibrando hermosamente”.

En Albatros (1992), el acto poético recrea un ámbito oscuro. Hilos invisibles, voces de un hermetismo convertido en contemplación mística. AET se hace al aire y se transforma en imagen alada.

¿Quién le quita al aire los cuerpos que se deslizan por su espacio? Torpeza o habilidad, juego de figuras en lo alto, el vuelo sintetiza la conquista del “lugar”, que los humanos no pueden tomar como revelación. Desde la presencia indolente de Baudelaire, Terán construye el silencio de unas aves torpes, pesadas y marinas: “duermen en el aire”, como la poesía, como lo inalcanzable. La metáfora del aire de Bachelard se desplaza libremente frente a la mirada del lector.

El resumen de toda esta peripecia poética se concentra en la intemporalidad de una voz recorrida por la inflexión de la memoria. Ana Enriqueta Terán es un producto de los movimientos de un tiempo fijado en cada poema: hora y espacio de unos sonidos inalterables, constantes, ajustados a un paisaje transparente, alucinado por la dificultad de su interpretación.

 

La siempre presencia del enigma

Nada aleja a la poeta de sus inicios. Si bien el soneto, la palpitación de su rima primigenia forma parte del recuerdo, en Construcciones sobre basamentos de niebla (Monte Ávila, Caracas 2006), la poesía no deja de conectarse con los hilos del viejo tejido: canta el misterio, es un ser que reconoce el espacio de donde debe irse, a donde debe regresar. La vida agota, stanca. Un juego, la batalla de lo no visible, lo inasible.

Andadura sin línea recta es posible y cansa.
Cansan dados sobre tapetes deslucidos de tanta ofensa,
de tanto abastecer signos a buena o mala fortuna,
de tanto añadir blanco o espumas insomnes,
a quedarse insegura en afilada contienda...

Se trata de la opacidad permanente, vaciada en un lenguaje que crispa, que descoloca al lector, lo resume y lo agota en la última línea. Entre la niebla, el poema, la ausencia del artículo en procura del sustantivo. El sonido revela la opacidad (nada es más transparente que el misterio, el enigma) de quien oye y reconstruye el texto, lo busca en el fondo de un paisaje también borroso. Alguien emerge de la niebla, del vacío: Del lado de acá esperando. / Oyendo secreta música de vegetal también secreto. / Ojo lleno de malangas ante recuerdos del amigo. / (Peces recién abiertos garantizan continuidad.) / Alguna armadura de viejo puente. Un puente. / He de cruzarlo en llamas. Arribar al otro lado. / Permanecer.

Seguramente, desde la inasible presencia de su voz, los lectores presentiremos ese viaje hacia el verbo en llamas.