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“El pozo de la historia”, de Mario AmengualMario Amengual
El pozo de la historia

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Un sueño recurrente agobia a Rafael Hernández: siente que se ahoga, que se lo traga una laguna, un río, que las plantas acuáticas lo halan por las piernas y lo llevan al fondo de un pozo, a las sombras. Mientras la miseria y la mediocridad hacen de su rutina un estadio donde la vergüenza se ha alejado de su preocupación, Rafael hace de su existencia una carga pesada: salió de su ciudad natal, Maracay, donde la juventud se alimentaba de sus tropiezos, y se internó en la jungla de Caracas, en cuya Universidad Central haría estudios que luego abandonó para seguir trabajando en el Archivo Histórico de la Biblioteca Nacional, donde esa mediocridad, convertida en gelatinoso acuerdo, haría de él un muñeco de trapo, una suerte de marioneta que sentía y se abandonaba al abandono, a las depresiones que —el pozo oscuro de su diario hundimiento— lo conducían a revelar una respuesta frente al poder, frente al oportunismo, a la vagancia del ritual bolivariano, protagonizada por la senilidad de quienes se creen herederos del ideario del héroe nacional.

Rafael Hernández es el relato de un muchacho venezolano que se paseó por el fracaso y salió del “pozo de la historia”, la que Thomas Mann afirma insondable en quienes aún esperan que ella se muestre estatua en cada esquina. La historia de Rafael Hernández es la vida de un venezolano que se ahoga en la “realidad” de una novela, pero que califica autoficción por la carga autobiográfica en tanto mirada compartida, hecha a la medida de los que han pasado por la experiencia de saberse derrotados. ¿Acaso no somos narradores cómplices en la medida en que compartimos la vida del autor de la obra? ¿Acaso como lectores no somos también el autor en todas las páginas que vivimos durante la lectura? ¿Y qué más puede ser la historia sino un pozo oscuro de donde difícilmente emergen narrador y lector?

 

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El pozo de la historia, de Mario Amengual, editado por bid & co. editor, Caracas, noviembre de 2007, tiene mucho de su autor, de la barriada El Milagro, de la cercanía de sus pasos por el mercado municipal, por la fragancia y las humaredas venidas de la montaña Henri Pittier. Tiene mucho de una generación, de un tiempo arrumado en la memoria. Tiene mucho de los años setenta y ochenta: de una UCV que aún se desgañita en las siglas que la identifican, en algunos que llegaron a la poesía y le añadieron mucho de la existencia, mucho de biografía comparada, pedazos de cuentos y relatos que aún confinan la memoria en bares, casas de vecindad, fiestas juveniles, talleres literarios, burdeles y oficinas burocráticas. Es decir, un país que trató de sobrevivir y se convirtió en una respuesta, en una salida a una calle solitaria: “Y siguió caminando aquella mañana de renuncias, viendo, de otra manera (ver para cuya descripción se hace difícil encontrar precisiones verbales); y se encerró en su habitación...”. Así como salió de Maracay hacia el mundo, así Rafael Hernández se acomodó en la matriz del viejo colchón donde dormía.

Se trata de un joven extraviado, rebelde, abandonado por él mismo. Pero dueño de sus respuestas, de su propia revelación como personaje real/imaginario, vertido en el símbolo de una ciudad que se ahoga en su propio pozo de agobios.

 

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Más allá de la primera persona, aludida por quien entra y sale “personalmente” del relato, El pozo de la historia, contada en tercera, afina la “identidad” de un sujeto que altera el contexto, fabrica sus contornos desde la misma enunciación. El narrador se deshace del yo, lo aleja para ambientar a quien habrá de ser personaje. En este sentido, un sujeto referencial, el autor, no se deja vacilar por la ficción: es ambas cosas, realidad y ficción: imaginario. De allí el carácter autobiográfico de esta obra, lo que amplía el llamado “pacto novelesco”, en el que prevalece “la ausencia de identificación del autor con el personaje”.

Toda esta materia nos lleva a sentir que El pozo de la historia entra y sale de un autor, de un narrador, de un personaje que se desarrolla anudado a la imaginación de quien salva su primera persona, oculto tras las palabras.

Un texto, que el narrador ubica en la página 110, nos aporta una posible pista de esta novela: “La benevolencia del destino le concedió en esos mismos días un poema de Rilke cuya franqueza enigmática, si bien no alivió su desazón, constató un presentimiento y fue verbo puntual para lo que él no sabía decir...”.

Rafael Hernández es un joven lector que entra y sale de la poesía, que no se deja atrapar definitivamente por el discurso arrogante de quienes forman parte de la fauna universitaria de la Escuela de Letras. La misma que se hizo resguardo en las vacas sagradas de la literatura nacional. Por eso, “A la vez vivía momentos de inexplicable alegría tan sólo por sentirse respirando, caminando, hablando; y esa alegría, agotadora, lo llevaba a la extraña e inconsciente realidad de los sueños”.

 

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Sueño, realidad. El recurrente lo envolvía mientras en una habitación miserable, lejos de la familia, el día era la rutina, la comprobación de un mundo repetitivo. La realidad comenzaba “Todos los días”, cuando “esperaba el amanecer mirando por la ventana de su cuarto hasta que la luz devolvía el verdor a las matas y la tierra comenzaba a encandilar”.

Entre la realidad y los sueños de aquella primera parte cenagosa y la segunda con el fracaso a cuestas, Rafael Hernández cerró una puerta cuando decidió renunciar a un trabajo porque “No quería perpetuarse en el polvoriento, caluroso y abandonado (con trazas de manicomio) memorial de la nación. Se horrorizaba de sólo imaginar que podía holgar allí por años y más años, pudriéndose como los documentos coloniales que apenas leían jóvenes muy creídos de la originalidad de sus investigaciones...” .

Igualmente, realidad y ficción. Desde los comienzos, con una botella de ron y el discurrir del diálogo con el indigente en Maracay, Rafael Hernández: “Muchas veces intento, para compensar su silencio ante ella, consigna en un cuaderno escondido su desatino, su combate sin pausa”. La literatura, la palabra, la imaginación, la vida, el pozo de la historia. ¿No sería mejor decir que es insondable?