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A pie de página

1

Pablo Acosta Ríos mira por el ojo de buey de un barco fantasma. No hay orilla que no haya sido sumada a su catálogo de cantos, a su ensimismado ocaso, porque de esas palabras que pone A pie de página, sólo el querer pasar como una imagen parece ser su única ambición.

Pero el poeta se equivoca, no en el poema. Yerra, si es que en la existencia podemos decir eso, en su duendenía, en esa atormentada e impositiva reacción frente al brillo de su propia palabra. Estamos en presencia de un hombre que ha desatado —como Omar Khayyam— las sombras y las luces de una ebriedad imaginaria que tiene lugar en la sorpresiva belleza de sus textos.

 

2

Urbis et orbis. La voz primera de quien no ha sido atado al mástil para sólo ver pasar el canto de las sirenas. Aviso de la cotidianidad circular en un universo personal que interioriza cada palmo recorrido. Tan de pronto se agazapa vigía. Sin remilgos penetra la referencia de sus viejas pasiones. Lecturas y pasajes de la poesía y de personajes que deambulan en la memoria de quien se ha hecho acreedor de una manera de pertenecer al mundo de la palabra, a los giros incuestionables de una estética. Nos repetimos, el espejo nos acosa en una atmósfera de imágenes distorsionadas, ahuecadas por las manos de un fantasma. Pablo Acosta Ríos es ese fantasma, poeta que no participa de la orgía: Yo no. Yo escribo / Pierdo mi tiempo, en una declaración inocente, porque no hay deseo más urgente que la escritura. La poesía es una pasión orgiástica en la que la palabra es el excitante, una señal de humo / que avisa.

Zona de intemporalidades, el texto es su presencia inalterable, nos convoca al reconocimiento de otras sombras. Renovación de intentos, vocación de Hermes. Práctica del desequilibrio. Pablo Acosta Ríos nos entrega la observación de un ámbito interior que se conjuga con la noche de la incertidumbre. La línea de su poder, ése que negamos sin certeza, aturde en el momento del poema, en el instante de la complicidad.

 

3

Al borde de lo que dice, Pablo Acosta Ríos hace una poesía que lo rasga, lo invita a deshacerse de tanto ojo público y ajeno: husmea como un animal extraño, perdido en sus propios signos: Camino por el filo / de esta línea // (Sosiégate / como mandaba el conquistador / a su caballo / en el texto aquel de Cardenal), peligro que ha sido permanente riesgo.

Dominado por un espíritu sosegado, el poeta transita, mira en silencio calles, aceras, casas, bares, almas colgadas de quietud, abandonadas por el tiempo. La ciudad es parte del libro. Porque ella, vientre denso, contiene las palabras que cada página, en cita que hace del subtexto, sin dilaciones, de un poema que esconde otro poema: Ondula la tierra / se despliega la carne y eleva / su aroma de siglos. El tiempo es la voz contenida, la que al fin es encantamiento, realidad y utopía, traspiés y otras búsquedas.

 

4

El lugar del poeta está signado por la sacralidad del que se aproxima sigilosamente y encuentra el rostro, el silencio o las palabras, fuera de cualquier misterio, invento, imaginario o paradigma: Altos, pulidos fantasmas / reparten flores de quietud / para atraer sus ojos de otoño / sus manos temblorosas / su voz tallada en el papel, el poeta (subterráneo) forma parte de la nómina de cualquier estación cotidiana.

 

5

A pie de página sostiene angustiosamente a la persona que lo escribe. Podríamos afirmar que esta voz vive en un a punto de, al borde de cualquier intento, del desplome. Si la quietud es también una de sus bases, es cierto que es la espera —mientras tú permaneces tendido en la cama / mirando la puerta—, del mundo que gira y se mueve afuera. Altavoz de un hombre que tiene varias miradas, la que usa para decirnos este texto y la que guarda para orientar una vocación extraña, la de un poeta que no atiende lo suficiente a la voz que lo convoca a seguir escribiendo.