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Aly PérezCartas del solitario

1

No es un café de París, pero como si lo fuera. La poesía revienta su corsé municipal y viaja con la sombra de un lugar en el que tanto París como Villa de Cura encumbran el trago de la palabra. Y Aly Pérez siempre lo supo, a pesar de tenerse en pie —frágil naturaleza— bajo los árboles del trópico, muchas veces cantado a través de sus inviernos y sequías, sacudidos por las voces de poetas lejanos traídos a esta comarca desleída.

Un hombre —un poeta para ser más preciso— se sienta en un café pueblerino e inventa el mundo. Solo o en la compañía de quien abre un libro, las calles historian el poema, lo revisten de un largo aliento en el que caben los adjetivos, el tiempo y la muerte. “Vuelvo a este lugar / tal vez atraído por el sopor de la memoria / pero allí no está el lugar / todo el Café se ha ido, / sus pequeñas mesas / el espejo en la pared...”, el poeta advierte la sorpresa, el tiempo aprisionado en la calle, la que queda, la que corre hacia el oeste y tropieza el comienzo del poema: “El Café Ayacucho fue / una fábrica de ocultamientos / donde siempre se dijo la verdad”. ¿Cuál verdad? Sólo las palabras tienen derecho a develar ese secreto, esa verdad oculta, escondida en pleno paisaje villacurano.

El poeta que habla en este poema es un fantasma “de días desvencijados”. La muerte lo ha convertido en el visitante más aventajado del Café Ayacucho. Nada, Aly Pérez se pronuncia desde el lugar de aquellos días.

La fiesta de su silencio nos regresa a esta conclusión: “Definitivamente estamos enfermos de miseria”, como dejara en sombría amonestación en el poema que abre y da título a este libro de cartas, de envíos especiales a los fantasmas que en vida lo acosaron amablemente.

Se advierte, de manera clara, la influencia de muchos de los que jalonaron su pasión por la poesía. Los detalles y la euforia por artistas que lo hicieron pintor. Sonríe por un blues o un jazz en el fondo de un patio cubierto de flores de apamates.

Entonces nos encontramos en el Café, taciturnos todos. Allá afuera, en medio del silencio de la tarde, Phillip Larkin, Antonio Trujillo, James Wright, Gustavo Pereira, Elizabeth Bishop, Luis Alberto Crespo, Joseph Brodsky, Alejandro Oliveros, Charles Wright y Laura Jensen. Personaje al fin, el pueblo que lo vio nacer y morir, Villa de Cura: “Fue la vida / tal vez el destino quien eligió / abrir mis ojos / en el valle”. El poema, ese artefacto litigante, mereció igualmente el mensaje: “Dando la cara / a la inquietud del poema / que me mira de reojo / con su yodo solar / de gato sin dueño / buscando a quien pertenecerle / si es que elige corresponder”. Y finalmente, cardinal y señero, el Sur, la bóveda celeste de nuestra geografía comarcana y global: “Los ojos avanzan / bajo estos cielos vacíos / soplan secos los vientos / y un azul metálico quema / el verde de las montañas”. El mismo Sur de Miguel Ramón Utrera, el profundo sur del gentilicio.

 

2

Son cartas poemas. Poemas cartas que son poemas nada más. Sus sonidos, tanto silencio abrevia, lo dicen, lo aseguran, como ponen en duda, la escritura del tiempo. Estos papeles que el poeta dejó sobre la mesa para que fuesen recogidos, entre tazas vacías, un mantel manchado y unas flores artificiales en el viejo café de su villa, se desnudan y recorren el pequeño universo de este lector apresurado.

Hace rato me llegaron estas cartas como un mandato del poeta, como una gracia del Aly que siempre nos honró con su amistad.

El mismo miedo, el de siempre, el de Char en medio de su desértico silencio. Pero esta vez fue más agreste: la poesía de Aly, radical y angustiosa, porque la vida lo empujaba, y verbal. Atiné a regresar a su manera de leer, a la forma de inventarse desde su propia sombra. Me dije: este libro es la verdadera despedida, tan personal, tan sin embargo abierta. Y me di en leerlo con el peso de quien está solo en la muerte, con la incertidumbre de quien está solo en la vida.

 

3

“En la barra leía poemas con mi amigo, / un viejo vago, asiduo visitante, / me hablaba de Teócrito y sus bucólicas, / yo de Cavafis, / de la destrucción de las ciudades”. Desde este instante, el libro se confirma: la poesía se cartea con sus hacedores. La lectura con el amigo destaca la aventura de Aly: hablarse con los poetas, nombrarlos con la suficiente confianza de su dolor por Villa de Cura, la que páginas más adelante dice: “Tampoco tengo la culpa / de mirarte con tristeza / ni de atravesar tu ausencia / en la lejana Alameda Crespo, / buscando en ti / un trozo de patria, / una ventana de afecto / para poder decir / que te amo”.

La yuxtaposición abrevia el libro. Es un solo poema cuyo destinatario se multiplica en los nombres de algunos de sus poetas más cercanos. Pero Villa de Cura es el verdadero motivo, la fuerza que impulsa a Aly Pérez a hacerse de otros ámbitos.

 

4

Una constante al comienzo de estos textos: El tiempo, los colores y sus andanzas, la lluvia o la sequía, la hora de manifestarse el poema: “Ha soplado el viento toda la mañana / en el verde de los cerros...” (Carta Philip Larkin); “En estos valles el verano no reposa...” (Carta a James Wright); “En el espeso verdor del mediodía...” (Carta a Gustavo Pereira); “Se desgaja el invierno / como una rosa oscura...” (Carta al alce de Elizabeth Bishop); “No vendrá el diluvio / tras nosotros...” (Carta a Joseph Brodsky); “Frente a vientos de cuaresma / el rumor de la sequía nos destierra / ante el borbotear del verano...” (Carta a Alejandro Oliveros); “Frente al velamen del poema / se abre el amarillo agonizante del verano” (Carta a Charles Wright); “Como sonata de anhelos perdidos / emergen sus cuernos de vaca blanca / en la claridad de los traspatios...” (Carta a Laura Jensen), y “Los ojos avanzan / bajo estos cielos vacíos / soplan secos los vientos / y un azul metálico quema / el verde de las montañas...” (Carta al Sur).

 

5

Desde la soledad del Café Ayacucho, donde alternaban los fantasmas silenciosos de la poesía, la ficción se hace fiesta de la nostalgia. ¿Quién niega que Buñuel o Fellini saludaran con regocijo a los paseantes de la Plaza Miranda? No era nada extraño que “junto a la música de las cañafístolas / y el blues rabioso de Janis Joplin”, se pasearan Gonzalo Rodríguez, Kristel Guirado y Rosana Hernández Pasquier, mientras José Pulido repasaba la calle de sus eternos viajes. No era raro Oxford, Londres o Turín frente al Santo Sepulcro. Mucho menos John Constable, René Char o Paul Celan buscando las escaleras de El Calvario. O las costas del Egeo en la sonrisa del mismo Aly, levemente suspendido por los “brazos olvidados de Yorgos Seferis” bajo los “brotes de samanes”. Los campos de Ohio no eran extranjeros en el Valle de Tucutunemo, mucho menos los “amarillos delicados de Giorgione”.

Por algo confesó el poeta de la dulce sangre: “Soy en vano mi límite / tuerzo los márgenes de las palabras”. Y en esto lo acompañamos todos, hasta el fin de los tiempos.