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El rey de las ratas o el encuentro con el otro yo

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Los días y las noches humedecen el castillo. Nos llegan a través de los ojos de una rata. Detenemos la curiosidad en la madera mojada de una ventana semiiluminada, nos familiarizamos con el silencio que invade el rostro peludo del roedor. Monje benedictino que se recrea en los signos de la sombra, un manuscrito que debe interpretar desde las horas dejadas atrás, mientras la imagen desleída de los humanoides desfila por el asco. En la madeja de intenciones de un tal J. H. Martin.

Con mirada curva y zigzagueante nos leemos desde adentro el abandono de la figura encorvada en su primera estancia, el castillo, la biblioteca, las páginas de Alejandría o la Torre de Babel de un mundo ratonil encantado por la historia que nos confía otro que lo ve con ojos de asombro.

La oscuridad y los astros detienen el curso para rellenar de distintos espacios la imagen agónica del que confiesa que le queda poco tiempo, que el poder es cosa del pasado: páginas en medio de batallas, alzamientos, chismes de palacio, intrigas familiares, para despojarlo de la corona y sus dones.

El roedor, ataviado con las heces de los cerdos del monasterio de Ux (¿Devotio es quaedan cordis teneritudo, qua qui in pias saciliter resolditur lacrimas?), escala de un viaje sin destino, se encuentra de pronto en una orgía de díscolos sacerdotes, como los que nos entrega el Greco en el Imperio de los Borgia, mientras la huida lo hace encontrar otro yo lleno de pesadumbre, de desganos, porque sólo la muerte o el aleteo de un murciélago lo pueden llevar finalmente al cielo divino de las ratas.

El juego/alegoría, propuesto por el narrador, no se aleja de la intención primera de la fábula, porque no cae en su propia trampa: distorsionar, a través de los mecanismos del lenguaje, la historia que discurre en un tiempo de digresiones (las del viejo rey, que pierde el pie pero lo toma en una suerte de idas y venidas temporales) propias del personaje. La entrada en el universo de esta novela, en una lectura precipitada abundante en claves, nos permite mirarla con la misma fuerza que tiene el autor al contarla.

 

2

Una rata —acosada por su heredad— pasa los últimos días de su existencia en un refugio que podría ser una cueva o una choza en la montaña (intertexto que configura el viaje de los signos). La huida hacia el anonimato, hacia la pérdida de una personalidad rechazada, la convierten en una cronista singular. La visita de otra rata, favorecida por la habilidad de la plástica, le suministra la clave y los instrumentos para quitarse de encima la máscara que la persigue hasta en los sueños.

(Para los lectores, siempre protagonistas, el citado pintor, la rata que ayuda al refugiado, es el famoso J. H. Martin, epítasis que sirve de base para que Ednodio Quintero, siempre preparado para hacer de las bestias hacedores de historias fabulosas, construya El rey de las ratas, Biblioteca Andina, 1994, relato premiado en la edición 1994 del Concurso de Novela “Miguel Otero Silva”).

La rata, como ella misma confiesa, era un rey. El cuaderno número uno de este documento apócrifo nos desnuda en primera persona a un extraño gobernante “cruel y atrabiliario”. ¿Qué contiene este trabajo de Ednodio sino una fábula? El rostro de los hombres es la alargada mirada de un roedor que suple las funciones de los primeros. (En algún lugar Esopo sonríe, en complicidad con el narrador trujillano).

La imaginación del novelista nos conduce por laberintos y espacios de un personaje que representa el poder y la decadencia, los juegos y el espasmo de una suprarrealidad tocada por los hilos de la invención, de un entrañamiento encarnado en un rey que maneja con sutileza los dominios de su reino.

Lo importante, si es que puede decirse así, de este trabajo de Ednodio Quintero, aparte de la precisión de su castellano, de la belleza que poseen sus imágenes y la estructura de la pieza, es la forma como las ratas (especie de conciencia oculta que nos indaga como lectores) miran a los humanoides: “el asunto era aun más confuso, pues éstos no sólo carecían de moral sino que la aparentaban”. La voz, territorio espinoso desde la perspectiva de esas figuras que se mueven en el consciente narrador, pero que tienen distancia en el inconsciente, propicia la fabulación desde una entonación muy íntima, si se quiere, por la manera de abordar el manuscrito de la quemada biblioteca del reino.

Una máquina que guarda el rey lleva el registro de la población. Ojo que nos habita, ojo que nos acosa, que nos persigue, hasta sacarnos el nombre. Es como si la cédula de identidad de los ciudadanos estuviera en la mano escrutadora del gobernante: es una estructura cibernética preconcebida. Un ligero sesgo —como lector también reconocido en la pantalla de la computadora— me detiene para recordar a George Orwell en 1984 y repasar, ya no el aspecto de la identidad colectiva, sino las relaciones de poder que entraña una cultura feudal/moderna/tecnológica, y que se ve en una silueta que se me ocurre en El otoño de la Edad Media que Johan Huizinga nos acerca entre citas e interrogantes.

 

“El Rey de las Ratas”, de Ednodio Quintero3

La rata-rey, quien protagoniza peripecias y acciones propias de su condición, adquiere con el tiempo que le queda la destreza del escritor. La miramos divagar, mientras por la ventana entran el amanecer y las noches, y su madre, fantasma de Hamlet, espectro onírico que un Freud peludo deletrea vestido de silencio, y que el perseguido monarca toma como voz para justificar el exilio tanto de su progenitora, expulsada del reino por intrigante, como el que él mismo se propició e impuso en la búsqueda de la limpieza espiritual. Afanoso intenta hacerse monje para expiar culpas: crímenes, persecuciones, la lujuria y las tentaciones de la carne. Cuadro que el novelista Ednodio Quintero describe con maestría.

Todo poder maneja unos hilos ocultos que prefiguran la presencia o la ausencia de quien los tensa. En el caso de El Rey de las Ratas tenemos la confesión de “alguien” que habiendo heredado la corona pone en práctica el modelo de los emperadores: incendios provocados por su mano (aun cuando el sueño sea rémora para reconocerlo), la limpieza familiar, el exilio, la fornicación como escape. Sin embargo, hay como un estado del cual se ase el rey para encontrar su otro yo, sazonado, por supuesto, con ironía, humor, sátira; es decir, purgar —que no suene a cristianismo— una soledad ascética que lo convierte en emisario del olvido y del anonimato. El poder bajo la máscara, más allá de la máscara, la decadencia ansiada, la muerte.

Nos atreveríamos a decir que en esta pieza de Ednodio Quintero, sin querer caer en determinismos, hay una reseña que podría encajar con hechos que hoy nos aturden. ¿Quedará de parte nuestra el silencio, el derrumbe de los sueños, la pérdida de los cantos, la ilusión de extraviarnos en la mudez?

Al decir de María Fernanda Palacios: “El Arte consiste en regular la distancia entre la impotencia y el silencio. Por eso a la palabra errante ningún lugar triunfal de la narración le es soportable y sin embargo consigue atravesarlos todos: fábulas, mitos, alegorías, epopeyas, parábolas”. Y es Kafka quien la empuja, a la ensayista, a la misión de revisarlo.

De las viejas lecturas, las de bestiarios y personajes que encarnan en pieles felpudas, en hocicos fríos, en colas rastreras, la perversión de Gregorio Samsa y los presentidos actuantes de Ednodio Quintero, paseándose por su inagotable imaginación.

En el lejano país de Los Andes, el fabulador, el creador de historias fantásticas, escribe para sumirnos en estas páginas. Ednodio Quintero, como el flautista de Hamelin, lleva a sus personajes y los reparte entre nosotros. El Rey de las Ratas, novela abierta en la página 139, nos convoca a asomarnos por la ventana para interpretar el vuelo del murciélago que tiene en los sueños el pasado de una corona perdida, el poder que como la astucia y el olvido suelen llevarnos al cielo o a la muerte. Cosas de sueños, materia que nos convierte en ratas, en homicidas o en santos.

(El Diario de Caracas, junio de 1994).