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Elena VeraElena Vera viaja en el lomo de un pez crisopterigio
La voz de las mareas

Un pez crisopterigio se sumerge en el mar poético de Elena Vera. Pez de las profundidades; del fosforescente silencio marino, albergó en su fragilidad los misterios de las voces abisales que visitaron a la poeta en sus momentos más oscuros.

La palabra se oculta, rebasa la inmutabilidad de la muerte. Sin embargo, encierra en sus sonidos la piel que el tiempo le ha ido agregando. La palabra crece o se muere, así el celacanto, esa bestia aturdida por el sonar de la eternidad.

El mapa de sus andanzas comienza en este libro de Elena Vera, ganador de la V Bienal Literaria “José Antonio Ramos Sucre”, y que le hizo decir a Manuel Bermúdez el mismo silencio de la hondura. “Elena Vera se encontró un tema digno de Melville. La historia de un pez que se escapó de la Eternidad”.

El pez respira fuera del agua la primera impresión de la superficie. Dejó de ser profundo para encarar la luz, el siempre negador del sol. La voz de la poeta encarna el viaje desde los bajos marinos. Los ojos del animal son portadores de la maldición: la oscuridad. “No tenías que emerger / —declinador del sol— / criatura soledosa / de profundidades / abisales / Nadie / te obligó a ver la luz...”.

Haber descubierto los destellos de las olas convierte al animal en la más solitaria de las bestias. Su soledad abisal, las más solidaria, se hace ahora un “sí mismo” develador. La soledad es para que se revele en la misma soledad, no en presencia del “otro”. La poesía desanuda esa propuesta: para estar solo es necesario vivir con “otro”, estar con el otro desde su mirada. El Celacanto, en su mar distante, jamás lo estuvo. Estaba sin el otro. Al ser descubierto por la luz, ya es la soledad.

Su derrota consiste en haber salido del mar y mostrado los ojos. Ya fue mirado, dejó de ser leyenda.

Elena Vera “inventa” la criatura. Lo ciega con la palabra. La poesía siempre ha servido para ocultar. Arte poética que contiene el cuerpo hondo de una imagen dotada del misterio: “Corales retorcidos / putrefactas aguas / mascarones triunfantes al sol / en otros días / desafiantes quillas y masteleros / chocando con el aire / desafiando la luz...”. Un viaje desde abajo para reposar en una playa desafiante. El poema se vertebra con el pesimismo atacado por el tiempo: “Ah / el tiempo / que destruye / y / arruga / y / afea”. Los siglos en la armadura de la palabra, en las rugosidades de la muerte, en la parsimonia del dolor. Dentro del pez, el poema, otro pez que no hace preguntas. La crueldad circular de las mareas, de un océano que cambia de aspecto cada vez que la voz repite los asombros. Hay tantos “otros” en el tiempo. El infinito en el tono inflexivo del texto: hablar con las fauces del animal. Ser bestia desde el enigma, pero también bestiario de un océano único. Sólo el Celacanto es él, el solo, el que existe en la extinción. La palabra olvidada. Pez y voz en desuso. Arcaísmo donde la belleza recobra el significado del infinito.

Ningún espacio ha sido creado para no recorrerlo. La palabra se extravía, el pez forma parte del olvido, porque no había voz para definirlo, encontrarlo. Pieza de museo natural. Allá, escondido, representaba la fórmula de su estudio. Visto o nombrado por ojo y boca humanos se metamorfosea, desaparece, porque llega a ninguna parte: “Nosotros / los abisales / solemos perder el rumbo”.

Reconoce en la luna, en los hemisferios (sombra y luz), en el paisaje que recoge en su ojo oscuro, encerrado por la presencia de quien construye, la voz para exponerlos a los astros de la noche. Poesía oscura, venida de la noche crosopterigia, limpia el reflujo del mar. Pronuncia el silencio. Exige la muerte lejos del sol. La poesía pide un poco de silencio, el espacio donde la luz no haga falta. Elena Vera consiguió en las escamas del Celacanto la profundidad de su lejanía.