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Gabriel Jiménez EmánEl cuerpo poético de Gabriel Jiménez Emán
Materias profanas

Como un reptil la ciudad se diseca bajo la sombra, entre inabarcables cementerios de automóviles, palabras y cuerpos desmembrados: “hay ojos, brazos, piernas, parachoques de venas negras/ y dentaduras de metal amargo”. Ciudad donde el crepúsculo huele y duele con la felicidad de quien sabe que un poco más allá de la mirada está el olvido.

Gabriel Jiménez Emán trabaja la sombra en medio del caos que significa tener un yo consagrado a establecer una ciudad donde se niegan el tiempo y el espacio. Yo urbano, ego sumergido en el magma verbal, como el trago más seguro y riesgoso.

Una ciudad tiende a hacerse por muchos caminos. Todas las miradas revisan las fronteras borradas para iniciar la materia de que está construida y sostenida. Una ciudad podría ser una sola palabra, y muchas más si ésta se toma como extravío, corrientes encontradas en calles y avenidas, bares y nombre difícilmente dibujados en la boca. Papeles viejos, testamentos, fotografías vencidas, epitafios, instantes y ebriedades para hacer de la inmortalidad el único momento, la inexplicable virtud de las metamorfosis.

Ese yo deambula sujeto al yo multiplicado en los otros, de un otro que se reconoce en una sola voz, la del poeta, en cada espacio deshabitado. Materias de sombra (Monte Ávila Editores, Caracas, 1983) es la invención de ese espacio donde habla un silencio, ese espacio vacío, raya de sombras, raigal, poseído por todos los lenguajes que una ciudad puede proveer: la soledad, el miedo, el amor, la violencia, el abandono, la década como bálsamo de salvación o perdición, el cuerpo de adentro y las líneas exteriores re-creadas por una lectura imaginaria, ilusoria, velada, “real”.

La poesía —la metiche, la desfavorable intrusa— se sumerge en las vísceras de la polis. Un lenguaje que libera la corriente alterna de la sombra, discurso de la luz, que admite formar parte de los escondrijos. El valor sonoro del silencio se hace exaltación de la apariencia. Virtualidad, desmemoria, sólo un pañuelo indicativo de la despedida. Jiménez Emán sabe que su discurso tiene una multitud de signos provistos por la narratividad de su oficio. La poesía es una degeneración, no tiene la culpa de que ella lo sea todo: ciudad, metamorfosis, polisemia. Por eso siempre regresa a la madre huidiza, “escapada del no llegar nunca a poseerla”. Limo erótico, discurso en el que dos dimensiones provocan su existencia. La ciudad vegeta a la luz del día. De noche traiciona, apuñala, viaja por calles y cielos desprevenidos, mientras el cuerpo del habitante —la misma ciudad— se cierra a la sombra del cansancio, la muerte.

El cuerpo, el canto

Le llevo casi a todas partes, voy con él en el
                  / autobús,
leo el periódico, bajo escaleras y me pongo la
                  / camisa,
me marcho, regreso, con mi cuerpo.

El cuerpo del poema es el alma de quien habita el texto. La poesía es la deshabitación, el abandono. Antes de la muerte, el cuerpo es capaz de vaciarse. El poeta tiene la capacidad de extrañarse de ese espacio, del cuerpo estorboso, de ese obstáculo miserable que al final se descompondrá en silencio. Antes de la muerte ya el cuerpo es la muerte. El espíritu/alma/imagen poética abandona el territorio corporal, mortal y advenedizo para conocer los secretos y superficies de la ciudad, la ciudad es el cuerpo. “Salí a pasear aquella tarde, traté de distraerme mirando las flores de octubre, / me caía de los bancos en los parques, / me quedaba mirando mi cuerpo sobre la hierba / y volvía a insistir pisando con fuerzas en las aceras / pero las calles ya no podían conmigo / y tramaban situaciones para que las abandonara”.

Cuerpo/alma-poema/poesía. El cuerpo divertido, cómodo sin el aliento de quien desde afuera lo mira y lo teoriza. El alma, analista, la voz que construye el cuerpo animado. El poema, el cuerpo, el esqueleto productor de sonidos, saltos, sobresaltos, vacíos y polvaredas. La poesía: la voz que la da (quita) al poema el aliento. Desde ese reflejo, en el que lo místico y la teoría de Octavio Paz se encuentran, Gabriel Jiménez Emán elabora la mirada del texto (lo mira, lo tacta), porque la voz —la que siempre mantiene el discurso— volverá al cuerpo para “llevarlo de un costado a otro”. El dolor del cuerpo lo siente la ciudad, la poesía. La palabra conduce, asoma la posibilidad de cuerpo que se desdobla.

La orilla de la sombra, esa raya imposible de levantar la piel para descubrir los rostros y sonidos, deja de ser frontera en el instante en que la muerte, o ese invento de la conciencia, aparece como signo del comienzo. La muerte es el inicio de todo, hasta de la misma muerte: de allí la sombra, territorio marcable, mensurable, habitable. El placer de degustar el bar —el botiquín lo contiene todo, como la poesía—, sus inquietudes, lamer y sorber la espuma de la cerveza, donde se sintetizan lo apolíneo (nadar en una piscina de cebada, en una alberca olímpica) y la “muerte más bella” (el suicidio como culminación para el comienzo) también forman parte de ese aliento que abandona el cuerpo para hacerse la imagen que confronta el cuerpo de la ciudad, el cuerpo que se deja a un lado.

La bohemia, el hábito, la servilleta, la bebida helada, los ojos cuestionados por el azar, la ajenidad de la ciudad habitan en la búsqueda, en la angustia, esa dama promiscua que mantiene al poeta en la sombra. Como materia cierta, la sombra intuye el cuerpo, se instala en la fugacidad de la luz, de una palabra.

poemas poemas poemas poemas
algo que inventar en este día caluroso
una frase bien hecha para calmar mi
                  (aburrimiento
una pregunta para aumentar la confusión
un dedo en el gatillo y crecerán los
                   (muertos

Ars poética que canta porque es “lanzarse hacia el abismo”. La ciudad está descompuesta. Cantar significa golpear, amar, herir, deslizar el humor por el disparo que construye la niebla, ese “reino colgado en la soledad”.

El oficio del poeta, verbigracia Césare Pavesse, es cantar. Pero también oler los libros, tocar puertas, inventar el amor en el cuerpo de una mujer. La canción se hace con el tiempo a la espalda.

Instrumentos, voces, armonías, el patio lejano de una casa, el poema cuyo discurso viaja lentamente en la memoria hacen posible el “trobar”. El imaginario de este libro se instala en la figura del hermano, del padre, de alguna mujer perdida en una calle, en el “nervio óptico... acústico... sistemático” del jazz, para de nuevo tomar por la pechera el ars poética y hacer un llamado a la palabra, a ese diagnóstico o “señal que lo niega / y lo hace renacer tejiendo la coartada incomprensible”.

La vocación surreal en aquella manera de cantar y decir. Romper con la estructura. Desordenar el corazón del poema: sin signos vitales de puntuación, sin arabescos y movimientos de esgrima. Entonces la voz lideriza y se rebela contra el “artefacto lingüístico” (Poor and sad Paz!), ese que para los pelos y esconde la inocencia. El poeta —al menos el discurso navega a la deriva—, es un reptil, una ciudad que cambia y canta, que se quita la piel, “propia metamorfosis” de ese habitante solitario.

La ciudad/animal continúa en el afecto del que deja dicho sus afectos, desencantos, alaridos (Ginsberg muerto, muertos Kerouac y Burroughs). Una ciudad cuya generación nació y sigue naciendo en la década de los sesenta, entra amasijos de hierro, niples florales, bombas, traiciones, fusiles de anime, “maquetas del mundo”; la noche de esa década es una bestia vestida de sombras.

Con la urbe el poeta se desdobla, sigue siendo sombra. Su voz narrativa, libre de ataduras, de la medida funeraria, semeja “a un gran saurio bendito / Reptil de entrañas fosforescentes / Sin voz y sin familia / pero con una piedra / Más arbitraria que la locura...”.

Invisible, visible, roto contra una ventana, asomado a un espejo, se descubre que la poesía ha sido traicionada, mal cantada. Se hizo culpa de los hombres. La palabra como ilusión: el cuerpo sigue allí, ambulando, estático, el alma extraviada, sin dios, “respira por un hueco profundo”. La fugacidad nos cierra el paso. La inmortalidad también es parte de la miseria, la agonía de “la más luminosa mentira”.

 

Baladas profanas
...vértigo del lenguaje...

Una distancia de diez años alargó el silencio de Gabriel Jiménez Emán. De nuevo, acosado, asordinado por ese vértigo, llega a nuestra puerta y nos entrega Baladas profanas (Ediciones La Oruga Luminosa/Colección El Paso de la Danta, San Felipe, Yaracuy, 1993).

El territorio del yo de este libro está más cerca, más próximo a la intimidad de quien se aferra a otro tono, al verdadero vértigo. Regresa, vuelve —poseído por la misma / otra ciudad y las obsesiones que el tiempo ha sembrado— y lo anuncia, como enlazando el anterior viaje con éste donde la lectura es menos enjundiosa.

Aquí estoy de nuevo, fundando
un minúsculo territorio.
Un departamento cambiado
                    por una casa
cambiada por un departamento
cambiado.

¿Nueva respiración para reconocer el vértigo de la palabra? ¿Qué altura seleccionó Jiménez Emán para girovagar? ¿Un viaje que ha tenido como espacio el lugar del origen, la aventura de auscultar la ciudad para reencontrarse con el follaje y la textura de otros humanos?

Desde esa altura la ciudad significa una pesadilla, el aturdimiento, el hastío hasta arribar redondo al texto, la vida. La “parcela anodina” de la polis traduce la mirada uniforme de quinientas vidas al borde de las ventanas. Es la fundación del ojo, de un parpadeo matemático que transita el pasado. Sin embargo, el poeta tiene los ojos bien asentados en la tierra, en el pavimento donde están sembrados el lugar de la agonía y la rutina incesantes.

La duda, desde las páginas el canto se multiplica, la pregunta, baladizada por el reojo de otros paisajes en los que están los olores del mar y el vacío del silencio. “De dónde este silencio / que entra a mi madrugada / y me arropa”.

La voz está entre la confusión de la ciudad y la paz de la comarca. La canción se aferra a un patio llovido, como aquel de Antonio Machado, ido, lejano, convertido en la Sevilla evocada. “Mientras tanto / mi cuerpo cumple su destino de cuerpo / por estos arrabales, va por antiguas callejas / reconociendo fachadas en su paso nocturno. / Entra al cine, al bar. / Y bebe su ron solitario. / Tantas veces vine, tantas veces fui / buscando esa Nada, sin saberlo”.

Pese a esa sensación, la infancia, aquel paseo entre la ciudad y el polvo de la geografía lejana, se acomoda bajo la sombra de un mango. “Los mangos duermen en los jardines”, confiesa Gabriel Jiménez, y de inmediato se desdobla: “Desear otra vida, fervientemente desearla / es el mismo acto de dividir / el espíritu en dos piezas idénticas”, el otro yo repetido, el que olvida, el que no deja trazo para obviar sin pasión la “diaria fuente”.

Para el autor de este libro hay una distancia entre el yo que habla y el que silencia el tiempo. Un deseo de escapar, de regresar —como el mismo retorno al poema— y darle forma al pasado.

Los huesos son más ellos en la
                  / tierra de origen,
parecen comprender su espacio
                  / por sí solos,
buscan la paz en el lugar de su
                  / ascensión:
quieren lubricarse en la carne
como si fuesen ellos los únicos
                  / depositarios
de todo lo vivido.

La sacralidad, la ascensión, la transmigración desde los huesos mismos. Vertiente del poeta regresar al origen, devengar el silencio con el sudor de la muerte, o de las piedras blanqueándose en el inicio de la “razón”. La carnadura del tiempo es el vestido que vigila desde adentro, desde la palabra, desde el silencio próximo a ser canjeado por puertas viejas, esa nada perfecta, las casas habladoras y cuyos zaguanes guardan los olores, el tejido de arañas y hojas secas. Siempre el patio, el poema salta la cuerda a la vista de alguna soga bajo el árbol benigno. El patio es una escritura repetida, un “lenguaje secreto” creado por sus más pequeños habitantes. Allí, en ese morar de la distancia, comienza el canto a construirse, a profanar la otredad, el amor, la noche, esa lectura que fragua el polvo, la ciudad detenida en una fijación permanente.

La fuente del canto se remonta al Cantar de los cantares, a François Villon, a Kayyam, al mester de juglaría y las tentaciones de una generación que vivió y resucitó sus huesos en la década luminosa y maldita. Fuentes de una danza detenida; poema que se desliza por una muy libre pronunciación, informal y tradicional inflexión en la que una voz presente evoluciona hacia el afuera del lector. Texto articulado desde la sacralidad de intimismos y desgarramientos reflejos. Esa tendencia se afinca en la vigorosa instancia del surrealismo en nuestra literatura de mediados de siglo (¿quién aparta el Cáliz de Sánchez Peláez y Lira Sosa?). Muestra de esta insistencia es “Persecución de las neveras” (Materias de sombra): “Las neveras me perseguían y yo les lanzaba besos / de tirabuzón / Neveras blancas que torturan con el color triunfal / Que se desprende del témpano diminuto...”. En Baladas profanas la fuente surreal se hace más legible en los ritmos interiores de las imágenes, la sangre del texto nos lleva a tocar la piel de Breton, los destellos de Duchamp y la rabia irónica de Víctor Valera Mora, entre el salto mortal en las calles y la metaforización sorpresiva.

los enamorados besándose como tapas
                  / de botella arrancadas
al rincón del primer bar
la imaginación detenida en el ciclaje de
                  / un montón de
miserias
las ensaladas tumefactas por el
                  / sonido de los trenes
ultramarinos...

Una canción, un referente dislocado —muchas canciones donde los íconos musicales del siglo despiertan con el polvo del poema— vibrante, alocado, silbando, pronunciado con la pasión de la modernidad más nutritiva.

Toda escritura lleva una marca, la de Gabriel Jiménez Emán es tan carnal que salta entre los espíritus de una cultura a punto de evaporarse en los designios de este final de siglo frío y taciturno. “La idea de proponerme cierta escritura que no abogue por lo bello para ser / y que la evaluación de su forma tampoco valga / para el simple gozo de estar / Una palabra sin decoro / sin savia obligada / una expresión más bien hueca de contenido / nos hechiza a veces como quimera / algo tan puro como el dolor / o como esa extraña alegría / de mirar otra vez a tu infancia / único paraíso intransferible”. Teoría y confesión, valga el epílogo y las devociones de una poesía rubricada con la mano de tejer el cosmos, el salto a la sombra, con la canción profana en los ojos.