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Pedro Francisco LizardoEl tiempo derramado
(del buen decir)

1

Me inclino ante la voz de quien hizo del buen decir un acto sagrado. Me inclino ante la pureza de espíritu de quien supo que en la poesía estaba el destino humano del mundo. Me inclino ante quien sabía de la humildad y administraba el corazón para buenos propósitos.

Digo hoy —y siempre lo diré— de Pedro Francisco Lizardo, el poeta, el excelente periodista que Venezuela se dio el lujo de tener. Digo de un hombre a quien tuve el honor de oír desde su arcádica estrategia poética, estrechar su mano y saberme arcano a sus afectos por la vía de otros amigos quienes me indicaron el camino de su sabiduría verbal.

En estos tiempos de vulgaridades, de destemplanzas públicas, me adhiero al silencio de Pedro Francisco Lizardo, el nacido en la fronda de Bejuma, próximo a Vicente Gerbasi, el relampagueante de Canoabo. En estos tiempos precarios, engreídos y poco revelados en el buen decir, repito mi porfía por la palabra, por ese buen decir, como rezaban los antiguos del Siglo de Oro. En ese lugar está y siempre estaré el poeta que hoy es silencio, el más sencillo de los silencios, en medio de las estrellas.

 

2

Dejadme con mis fantasmas infatigables,
con mi carga de llanto brumoso,
con mis desesperación ciudadana
en esta hora que se desangra entre paredes.

Dejadme, en lo profundo de mi tosco e inevitable silencio,
cuando todo lo que permanece, pasa, sin pasar y cae.

 

3

Tanto ruido en las hojas diarias, tanta baratura, tanta falta de inteligencia en el escribir que mancha los ojos de quienes en la calle comentan y desnudan la ciudadanía de amanuenses hechos a la medida de mensajes de empeño banal, abrumados por la viudez de ideas, las poquísimas anidadas en el más cursi de los odios, el asido del miedo y el despecho.

Muchos sufren de arrebatos pasionales proclives a la insensatez verbal. Célebres por sus germanías escritas y por un dudoso humor gráfico, quedan al descubierto, desnudos, esteparios. ¿Quién dijo que no hay manera de controversia mediante conceptos? Aquel que escribe con los mecanismos del peor de los periodismos, inmancablemente tiene como destino los olores de un tanatorio.

Por eso recurro a Pedro Francisco Lizardo, que es atender al eco de los tantos que, aparte de respetar el idioma, son dueños de una sensibilidad entregada al servicio humano. Quien mal dice o mal escribe, estropea a los demás. Pero también devela las miserias que lo habitan.

 

4

Cuando el amor desnudo de palabras erige catedrales en lo alto de la tarde,
como un mango sin luz y sin dominio que perdiera su rumbo.
Cuando no estoy para jugar al escondite,
ni escribir las cuartillas cotidianas que se van a la calle inundadas de prisa
y silencios.
Dejadme mirar esta postal desteñida y gloriosa
de la infancia detenida por menos secretos,
por miradas y campanas y vitrales,
por el zumo de la sangre que no muere y se reparte,
por el aire del hueso y su prodigio,
por la pupila llena de mereces y caminos,
por el acre sabor de los recuerdos...

 

5

Las bondades de la palabra del periodista tocan su casa poética, lo desdoblan para enriquecer la diaria lectura. Tanto se me parece Pedro Francisco Lizardo a Eliseo Diego, a Jesús Sanoja Hernández, a Héctor Mujica. Tanto han sido que marcan con hierro en la hondura del espíritu, en la misma superficie de los días.

Perder su presencia, la de un hombre como este, significa perder el país que tantas veces hemos nombrado, el que soñamos inútilmente porque lo sabemos difícil de alcanzar.

Vergüenza da desconocer en estos y otros días la ciudadanía verbal de un Mario Briceño Iragorry, de todos estos señores del cotidiano horario redaccional. Por eso la pena ajena se instala con facilidad luego de “leer” tantos despropósitos y vulgaridades, esa jerga prostibularia tan bien expresada por Juan Carlos Onetti en la maravilla de sus novelas donde la decadencia social retrata la ciudad que hoy nos agota.

Invadidos por la incuria, una falsa caridad pública, vemos cómo se desvanecen los dueños de la petulancia, la gresca y esa dolorosa reverencia a lo ásperamente vulgar.

 

6

Pienso en la necesidad de retornar a nuestros muertos bondadosos e inteligentes, a los que desde lejos hablan y escriben. A los que han dejado como heredad la maestría de sus vidas. La pedagogía del silencio conduce a lo inimaginado, a ser hombres en el estricto sentido de la palabra, la poética y la cotidiana. Ser hombre es sinónimo de poder, del más sencillo poder alentado por el buen decir, el buen escribir, el saber respirar con toda la gracia de aquellos que aún hablan en nuestros adentros.

Dejadme por favor, en esta puerta de resplandores y presagios,
malherido y postrado, en pleno corazón,
con mi hospital de recientes nostalgias…

En estos versos, el tiempo derramado, el tiempo líquido, casi perdido entre los dedos.