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Todos los días con Otilio

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Ese día —no sé por qué— hablamos de Tomasa Ochoa. La poeta campesina de Montalbán de Carabobo se nos apareció en medio de la tarde, mientras Felícita hacía un tejido invisible. No sé, pero se me ocurre haber asomado este verso: Mirada triste de mar ausente, y desde ese sonido en adelante nos hicimos a navegar por la idea de hacer aquel libro que tantas veces soñamos. Allí estaba mi hija Tatiana, con la cámara fotográfica en las manos. Al lado de Felícita, feliz también por la idea.

Afuera, en el mundo después de la puerta del patio, la sombra del guayabo nos atraía para la primera foto que, para designios de la fotógrafa, podría ser la portada. Y así comenzamos aquel día que fueron muchos en pocas horas en una suerte de prueba de imágenes que servirían para llevar adelante el proyecto de un libro con las canciones más próximas a su autor y la historia de cada una de ellas.

Creo que era el año 2001. La memoria se me ha quedado en un atajo de imprecisiones. Tatiana daba una orden y Otilio, solícito, la atendía. Sonreía y hacia una broma: “Mirada triste la mía”, llegó a cantar bajito, con ese acento yaracuyano tan bien imitado por Luis Ochoa. Entonces se colocó bajo la mata y apareció el rostro de Otilio entre ramas, sombreado, con la mirada puesta en quien la fijaría para siempre en el ojo del mundo.

 

2

Siempre hubo una oportunidad de inventar ratos con Otilio. Aquella experiencia, la del libro, se quedó trunca por muchas razones. Achaques del alma y del cuerpo nos hicieron congelar el trabajo. Quedaron muchas fotografías que —pese a la precaria luz del ambiente— calcaron aquel día. Gozosa, la también poeta y compositora Felícita, hacía preguntas y ella se las respondía con una carcajada.

—¿Cómo es que se llama la poeta de Montalbán? —preguntó ella.

—Tomasa Ochoa y ha publicado varios libros —le respondí.

—¿Será más campesina que yo? —en medio de una risa contagiosa.

Otilio la dejaba hablar. Al fondo, hervía el agua del café. Sergio pasó por un lado y dijo algo medio en broma medio en serio. Un saludo, afectivo como siempre. Luego regresó a una de las habitaciones.

Tatiana le colocaba una mano en un hombro a Otilio y le sugería una foto en el porche de la casa. En el patio, en la estera, con Felícita. “Tatiana, no hagas reír. Si me río no sale mi cara”, decía en chanza Otilio muy circunspecto.

 

3

Pasado ese día vinieron otros y otros. Todos los días anteriores y los no previstos fueron y serán. Otilio y su señora madre, nuestra también querida Felícita, quedaron en las imágenes que hoy les entregamos a los lectores de este suplemento.

Hubo una hora, hace más de dos décadas, en que Otilio comenzó con nosotros una relación afectiva inquebrantable. Su música, su talento, a la vez su sencillez, lo que lo hacían un ser especial.

Un día, sí, hace muchos años, lo tuvimos en mi casa del llano, en un homenaje que nunca olvidó. Desde esa fiesta en la que todas las puertas de Guardatinajas se abrieron para él, Otilio nos hizo parte de su familia, de su alegría y soledades.

Allá, en el pueblo triste de mis heredades familiares, escribí unas líneas, entre ellas éstas que suelto al desgaire:

Todos los pueblos tienen sus lados tristes. Tienen su “muchacha que pila y pila”, su “hombre torvo junto a la vieja”, y tienen “sus campanas de la capilla en sus notas que tristes parecen quejas”, y vemos quejumbrosos la entrada de “un perro / que es puro hueso / con ladridos del hambre que Dios le puso”.

En Otilio tenemos el hombre donde se deposita nuestro orgullo. También nuestro amor por sus canciones. Por todo lo que ha dado de espíritu, mago de la belleza.

 

4

Todos los días con Otilio. En el más escondido lugar, donde anida la soledad, oímos “Caramba”. “Ahora” se nos mete por los poros. En el más humilde o lujoso de los teatros, nos conmovemos con “Son chispitas” y nos entregamos enamorados con “Candelaria”. Con ellas se ha hecho eterno en todos estos días, los que se quedaron atrás y los que vienen como un tren hacia el último mes del año, cuando Jesús, el Niño cantado, se aparezca con su poncho, entre las voces de todas las corales de este Valle donde respiramos el mundo.