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Historia natural del olvidoHistoria natural del olvido

Subo al tren del pasado.
Me conduce
al sitio en que se borra la memoria.

José Emilio Pacheco

1

La mirada de los dioses se oscurece en la insistencia de Nietzsche. La verdad corroe el tiempo y el afán de la duda permuta los signos del cielo con los del polvo terreno. La historia, el único testamento que tiene el hombre para reconocerse, ha sido turbada por ese Protágoras que viaja en el silencio: los dioses han sido olvidados. Dios es un amago.

Nuestra reveladora y positivista forma mentis ha caído como un meteorito sobre las ideas que, lentamente, son sustituidas por otras. Banalizada por un chip psicotónico, nuestra conciencia se debate entre la abundancia informativa y el vacío. Ruidos que aturden y conducen a borrar códigos, hábitos, costumbres y hasta las maneras de dirigirse al misterio.

No nos queda nada de la verdad. O nunca existió. Abultada por referencias e imágenes virtuales, la sometemos a una camisa de fuerza. La utopía es una loca sacándose los piojos. Un recogelatas frente a una computadora que ha asimilado todos los emblemas postmodernos. Los personajes históricos son travestis. La memoria ha sido desechada y lanzada a un vertedero maloliente.

 

2

Para la conciencia actual el olvido es uno de los logros más sobresalientes. Hay que buscar que el hombre olvide, que deseche su propio nacimiento. Mirada nonata, campo de representación del vacío, de la página tachada: la cultura vive en el tremendismo de la confusión.

En otros versos Pacheco se lanza al abismo:

¿Qué significan esas hojas muertas,
bronce fundido en la lluvia que arrastra el año
por el río del otoño?

No significan: son.
Les basta ser y acabarse.

Los signos de la desmemoria tocan el perfil de René Guénon: el reino del fin, la muerte de un ciclo, la agonía del tiempo: el olvido, la hojilla que vacía el ojo en la película de Buñuel.

¿Qué es el olvido si no la sustitución de un “lenguaje” por otro, de un signo por un grito? La locura justifica esta sustitución.

El perro andaluz, del estrábico y genial español, se inserta en esta instancia premonitoria. Un corte magistral del globo ocular: trazado minucioso del cerebro que hoy se descompone en un cementerio de automóviles. Arrabal se toca con el blanco y negro del cineasta hispano. Sam Shepard recorre una solitaria carretera de California mientras ocurre un terremoto.

El olvido es una confesión, un estilo.

 

3

Maurice Blanchot también se hace un diario para asirse del tiempo. En El libro que vendrá el moho de la dispersión rompe el dique de un modo de encarar el olvido. Quien olvida tiene la ventaja de saberse dueño de sus culpas. Al menos sabe que no las depura. Quien recuerda sus yerros suele mofarse del olvido.

El cansancio, el agotamiento horario hiere sensiblemente la historia: el hombre es una bestia cargada de signos equívocos. Olvida, se burla de la muerte, la sacude por los hombros: de Kafka, la luminosa transgresión del dolor y las fronteras de la agonía. Desde el olvido es posible la ficción: las imágenes nadan en un lago de aceite hirviente. Una visión contiene el terror vacui y el desgano: nada es posible, la nada ha sido condenada a testimoniar el lenguaje oculto, el que raya el muro de los lamentos del olvido.

Occidente muere en cada sesgo de su historia. Tanto ha sido el desmantelamiento que América es un dibujo trazado por un ciego. Mientras tanto, Europa nos mira de reojo. Nos ha olvidado porque abusó de una culpa y la convirtió en virtud. Sabe que está condenada a rechazar, a borrarse en nosotros.

El olvido es también todo lo que sabemos, la fórmula matemática de un poeta en las nubes, vigilado por Orwell y sus perros interiores.