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El imaginario del origen

“Noche estrellada”, de Vincent van Gogh (1888)

Vuelan fronteras de un país
cuyo falso centro está en nosotros
que quién sabe dónde estemos.
El norte está en el sur,
este y oeste se confunden,
el sur se pierde entre la bruma
y dentro lo más vivo es la mentira.

Ida Vitale

1

Del origen, la sombra que nos lleva y nos desaparece.

En un lugar se aventura el origen, inventamos el imaginario, el país o la mentira de un polvo de tierra sin peso. Las entrañas de la memoria transitan sin averiguar colores, la ortografía de los ríos o la religión del horizonte.

Se verifican los sonidos interiores, una frontera borrada a mano, la misma que se mueve con el tiempo, el perdido hace horas por la intransigencia y el desvío de la mirada.

De lejos colmamos el alma de tierra y grumo. Alistamos los recuerdos, sorteamos el lugar que habremos de tener hasta la muerte y dejamos atrás la lectura del que fuera inocente. ¿Dónde nos quedan los puntos cardinales? ¿En el poema, en la palma de la mano, en la pisada que ahueca en silencio?

Suficiencia la que nos embarga al retorno: los mismos pasos, la hartura de los espacios imaginados, el ave que herimos de una pedrada, el sabor del alimento y el agua derramada tantas veces para limpiarnos el cuerpo y la sombra.

Venimos de ninguna parte, de aquella que ignoramos o sabemos cierta en la confusión. Y nos instalamos incómodamente en un viaje de paisajes borrosos, los mismos que hacen cuadro con aquel “quién sabe dónde estemos”. Pero volvemos a la noche, al ámbito de la palabra y el sueño. Con Gerbasi redundamos y nos apeamos de la bestia mañosa. Venimos de tantas noches porque sabemos de muchas muertes. Las que nos sobran, las que a diario nos anuncian en las calles y callejones del miedo.

 

2

Cuando la muerte existe,
ya no existimos;
cuando existimos
la muerte no existe.

Epicuro.

Descreemos del sitio donde hemos caído. Para mirarnos de otra muerte, nos mordemos la carne. Regresamos mudos a la sombra del padre, a la mirada frágil de una mujer que destinó la vida a confirmar su conciencia épica.

Un ensayo peregrino del lugar donde brillan los huesos que dejaremos regados en el camino. Pulidos por los elementos, por la muerte que no existe, sin vernos el esqueleto. La muerte nos anda por la piel y nos olvida. Existimos en la tensión de la distancia: nos dejamos ir abrigados por ecos y susurros.

El árbol de la existencia cumple el ciclo del viento. Una lectura raigal: tenemos tierra en los ojos, el corazón es sólo una bomba que no siente. Sólo el lugar donde estuvimos por vez primera se atasca en la memoria, de allí el fuego impenitente de tornar el poema una revelación, un espejismo. Una mentira. Un país que no existe, como la muerte.

Sánchez Peláez lo hace mujer a través del aire, el agua y el olvido. Elena también vio la guerra en su propio terruño, y no tuvo corazón para extraérselo frente a la pila de cadáveres quemados. Hay dos mujeres: Elena y sus elementos y la Helena, la subastada, la rescatada, la griega.

Se imagina la muerte, la existimos en creer que ésta es. Merecemos, entonces, la agonía, para dejar constancia de que vamos al mismo lugar, al origen. Al morir nacemos desde la podredumbre.

 

3

¿Qué ojos no han mirado el sitio donde sólo es posible revelarnos como restos de barro, madera, vega sigilosa donde el animal acuático entorpece nuestro tránsito por la única confesión que no hacemos? Otro ha muerto en nuestro lugar, lo calumniamos en la caja del viaje, y nos miramos en los párpados cerrados de quien lleva carta de presentación a lo desconocido. La alteridad carga el recado: nos vamos al lugar dejado por el que silenciosamente “decidió” percibir primero el imaginario invisible.

¿Qué polvo nos percibe, el quevediano? De muerte enamorada estamos hechos. El lugar nos selecciona, nos revela sus adentros, donde sólo cabemos en silencio, atados a un bocado de tierra, a una bocanada de muerte, que es decir el silencio mordido por la mueca final. El lugar sigue allí, con los huesos de lo que callamos.