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La Ciudad Jardín de Freddy Müller

Maracay en 1936

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Hay libros que se quedan flotando en la memoria. Sobre todo si se trata de páginas que abordan la ciudad y la gente que la habita. Unos de esos raros, porque se trata de un incunable de la crónica menuda, anclado en el sabor verbal del pasado reciente, es La Ciudad Jardín (1923-1940), escrito por Freddy Müller B.

El autor, nacido en Maracay, se adentra en la comarca que lo vio crecer. Abundan los nombres de personajes que aún suenan en los oídos de quienes tienen en esta ciudad el imaginario de sus emociones.

Con prólogo del poeta Augusto Padrón, este cronicario de Müller nos pasea por aquella polis (en el estricto sentido de la palabra, en tanto que toca las costumbres) donde nació la Venezuela de comienzos del siglo pasado. La Venezuela de Juan Vicente Gómez, vista por un hombre cuya infancia y adolescencia discurrieron entre quienes luego fueron protagonistas de la política, la cultura, la educación, la economía y el diario devenir de familias cuyos apellidos construyeron lo que aún queda de aquella vieja población.

 

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La nota de don Augusto Padrón tiene ese sabor antiguo que nos reconcilia con nosotros mismos: “Recuerdos de una cálida mañana del año 1924, cuando a lomo de mulo, procedente de nuestro pueblo natal, entramos a Maracay por la Calle Sucre, hacia la ranchería de Enrique Dorta, donde habitualmente ‘alojábamos’ a nuestra acémila. Finalizaba el mes en que las chicharras, las tropicales cigarras de Sergio Medina, nuestro virgiliano Sergio, afinaban su canto sobre la esmerilada corteza de los árboles”.

De ahí en adelante, la historia es siempre nobleza, propia de aquellos días cuando no se había desatado la desidia contra edificios, casas, calles, plazas y personas de la Maracay que hoy busca aire entre las mezquindades de hijos y extraños.

Los amigos de Müller alimentan las páginas de su libro. Los nombra y los describe. Entre ellos el mismo Augusto Padrón, Godofredo González, Gustavo Jaén, Domingo Felipe Maza Zavala. Y de las familias añade a nuestra ignorancia las que un día conocimos en calles y avenidas en la sangre de sus descendientes: González, Zerpa, Zafrané, Mantilla, Pérez Olivares, Cámera, Beroes, Salas, Olmos, Capriles, Chirinos, Cortés, Chocrón, Ramírez, Navas, Medina, Gómez, Narváez, Vegas, Croes, Zavarce, Guzmán, Casanova, Pereda, Perdomo, Pérez Udis, Cedeño, Barrios, Angola, Páez, Camacho, Cróquer, Martínez, Párraga.

No deja de mencionar al padre Hilario Cabrera Díaz, “quien me bautizó, confirmó y dio la Primera Comunión”.

 

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La tradición de escribir libros desde la intimidad, desde la hidalguía y reconocimiento personal tiene antecedentes en los nativistas, en Teresa de la Parra, en los cultivadores de un idioma de la casa, de la ronda de la conversación. Así es este libro, tan cercano que nos lleva a sabernos parte de lo que desconocíamos. Libro escrito con los cinco sentidos, con el color local de aquella atmósfera limpia de la comarca visible, pueblerina.

“Nací en Maracay, Calle Sucre Nº 14, el día 27 de abril de 1923. Según cuenta mi mamá, eran las cinco de la tarde y fue su partero el querido y recordado galeno Dr. Soto Planas. Mi mamá había tenido dos pérdidas anteriores y cuando nací también se me dio por muerto...”.

En ese tono sigue esta historia, contada sin adornos, sin aspiraciones literarias. Es un libro para regresar, para leer el pasado reciente, para no quedarse en un presente donde aún es difícil predecir el futuro.

“De La Barraca a Ciruelito, de Santa Rita a Las Delicias y de La Papelera a La Trinidad, teníamos un pueblo grande, con unos 30.000 habitantes, todos amigos o conocidos”.

Qué diferencia con estos días en que las pasiones sombrías han hecho de la ciudad un espacio de confusión.