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HamletCon la calavera en la mano
(Teatro y poesía)

1

En vísperas de cualquier muerte surge la imagen, el gesto del actor. Más allá del telón de fondo, donde el horizonte se confunde con el infinito, oculta en el misterio, está la palabra. Un acto perverso la esconde, porque la acción, el desplazamiento de cierta entonación, aludida por los mecanismos de la luz, la hacen voluble. Pero es que esa palabra, adherida al silencio que la puesta en escena precisa, es la que hacía falta cuando el actor —asediado por la duda y las preguntas— era enconado por todos los fantasmas.

La tradición del yo, el embargo de esa búsqueda que nos atenaza hasta desaparecernos, es, sin menor duda, la raíz de aquellos hombres cuyas máscaras tenían gesto fijo, coturno para intentar alcanzar el cielo y una voz —la escondida— que no llegaba a los espectadores, porque el universo estaba comenzando.

 

2

Fue posible la mano del hombre, también la calavera que la ocupaba. Fue el instante en que el vacío, el silencio, comenzaba a entregarle al gesto la necesidad, sin abusar del discurso, de aquel to be or not to be que sigue planteando la duda, la que renueva al otro, al que está, sonriente, entre los dedos de Hamlet, a la espera de la vieja confirmación verbal. Fue preciso abordar el género, aquel lenguaje oscuro y sensible de los más alejados preámbulos de la metáfora. Aquí se hinca pausadamente la tentación por no dejar que el silencio de la calavera conduzca al profanador al más inquietante despojo. Habló, con el teatro en la mano, porque desde sus inicios el teatro fue el silencio. Shakespeare —esa reflexión de todos los tiempos— nos inclina a pensar que después de la conocida expresión vinieron las oraciones que le entregarían a la acción la voz que Dios fundó en aquel intento por crear el mundo. Fiat lux, antes del verbo, porque este segundo la contiene: vinieron las sombras y los pensamientos, las hojas sueltas y la danza sobre la tierra baldía y fértil, las dos tierras. Sombra y luz se contienen, como los pasos de Hamlet frente al público, mirando desde el vacío el cráneo pulido de una historia que se sigue repitiendo.

 

3

El espectro en la mano. Ocultos —en silencio—, El Rey y Polonio. Hay palabras, entonces, que atemorizan. O más, causan extrañeza, lástima o hilaridad. El teatro, pasión de la sombra y del símil, se hace palabra para siempre. Y se repite en los lugares donde la escena es los hombres y sus circunstancias. Esa doble inflexión, contradictoria, es estar en palabras o en el vacío de su propio sonido. Es la muerte y la vida. Es la contemplación de al cual emerge la poesía, el sabor de una entonación que eleva y hace del gesto asunto de observación.

 

4

La práctica del gesto, aludida por la palabra, crea una atmósfera declamatoria, pero no entendida desde la visión de la voz, sino de los desplazamientos. Es decir, de las imágenes: teatro del Siglo de Oro, símil de Dios. La poesía española hecha acción en las tablas, elaboración de un largo texto que tiene en el tiempo una acumulación de acciones: la reiteración periódica de la metamorfosis cuya trama es una estructura ausente: la voz, la estética atomizada por la luz, el sonido, la mirada, el incesto de una escritura que regresa a la memoria y recae en los espectadores.

 

5

El ritual, la representación en sí mismo dentro del texto que se vacía, que culmina en la escena, rompiendo todos los ecos.

La poesía es un sintagma oculto del teatro. Que como dice Meyerhold se trata de una plástica, de una imagen, de un espacio que se imagina desde un espejo en el tiempo sensible, en la condición de los gestos. Del texto declamado, como dice el mismo Meyerhold, hasta la capacidad de “una plástica que no corresponde a las palabras”. Un texto mudo, sugerido desde la sombra, apocado por la única salida del actor: desplazarse.

¿Cómo hacerlo, desplazarse, sin palabras? Sólo sería posible con las imágenes que las palabras tienen en un precepto, en un antes sensible, vivo. Un antecedente que coloca al sujeto/actor frente a la realidad imaginada.

El diálogo de los adentros, esas palabras que casi no se perciben, que van hilvanando el canto. El texto regresa al antiguo ritual: nos fundamos —entonces— en la soledad poética de Quevedo, Góngora, Lope de Vega, para llegar a las inflamadas pasiones de Machado, García Lorca y restablecer el desorden de una inteligencia que no niega ni afirma, sólo señala el vocablo que, finalmente, se encuentra con el espectador.

Una sombra se desplaza por el escenario. Las cuencas de la calavera indagan en quien, con los ojos muy abiertos, intenta entrar en la ficción del silencio.