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Eli GalindoElí Galindo: la casa

Mi casa me busca
me husmea
a todas partes me sigue

Aunque me encuentre en lo más desolado
ella está conmigo

De las calles me recoge
en los malos sitios me azota
jamás me abandona

Ni en los peores momentos
de nada me priva
Ante su patio me coloca

Bajo la sombra de sus hermosas hojas
me da techo
Es capaz de ofrecerme su propio alimento
de todo me cobija

Cuando me sabe solo
junta su rostro al mío
y aullamos como lobos al viento

Delante de vosotros no estoy
sombra del que fui
me lleva
en su niebla

(Mi casa me busca)

1

De afuera, los ruidos. La casa permanece en la lucidez de las tardes, pendiente del sol sobre las tejas. Uno baja por una calle de San Sebastián de los Reyes y se le mete una ventana en el bolsillo. Hay un silencio redondo en plena calle. y más allá, los ruidos misteriosos. La casa palpita, respira como un corazón recién infartado.

Tenemos una, vieja y carcomida las carnes por la lluvia, y el pueblo es conjunto de murmullos que salen de los rincones.

Elí Galindo, abotagado por el Ruido de las esferas, estrecha estas imágenes, las rescata de las aguas de la infancia: “Las casas / como las serpientes / mudan de piel. / A lo largo del campo / bajo los remolinos del verano / las delgadas paredes / apenas ocupan espacio / el techo recibe cielos que pasan / y rodean lo visible / Lagartijas resbalan por el piso desierto / de las fisuras se levantan aquellas plantas / que nada desean del hombre / El terreno perdido / trozo a trozo regresa...”. Es como una voz muy baja que va dictando la antigua letanía. Evoca el verano tendido sobre la piel cansada de los habitantes con sus baúles, los ahogos de los muertos, las chanclas medio asomadas en la noche. Es la casa con todos los sonidos de la madrugada, pero también la conciencia de la memoria. Las casa es un cordón que ata al pasado, a la niñez donde “galopaban caballos imaginarios / y tantos jinetes chillaban al caer la tarde / sólo se ve un rebaño de puercos / hozando”.

 

2

Solemos caminar con las casas, llevarlas de viaje, sacarlas al mundo, mudarnos de lugar con ellas, pero en el fondo no es ella la que cambia, lo hacemos nosotros desde ella y cargamos con su peso, con sus huesos, con la memoria, con la misma piel metamorfoseada.

Muy hacia atrás: “Para no olvidar / para no sustraerme / haciendo remolinos sobre mí mismo / como un perro / me senté a orillas de Leteo y lloré”. Pérdida, ruina errante, naufragio en el tiempo. Viejo barco fantasma es la casa, la amante entre mareas. El poeta refiere su cultura a esa serenidad que da la muerte. O su contemplación.

El desarraigo, el extravío de la noción de una hora sin cuerpo. La oscuridad de otras tierras: “Extranjero me siento / No sé ocupar palabras de los muertos”. El mismo estado tiene lo anterior, “estos oscuros”. Dejar el lugar del pasado es adquirir otra nacionalidad, otra persona. Es tomar prestada la sombra de otro que a su vez se ha marchado. Hacer cuerpo de los ausentes, tomar el sitio de quien mira desde nuestro afuera.

Se es la casa, la que ocupa la imaginación, la que se ocupa de ocupar los sonidos, los ecos.

 

Coda

Reunida la casa en un solo paisaje, en un solo lugar, así me lo entregó María Clara Salas, la novia, esposa y universo de Elí. San Baudelaire, título que exprime los recados de aquellos años sesenta, de aquellas cúspides aventureras. En ese tomo que Monte Ávila publicó en 2005 se encuentran Las estrellas fugaces me ponen ebrio (1971), Los viajes del barco fantasma (1973) y Ruido de las esferas (1986), los libros del poeta de San Sebastián. Quedan páginas y libros guardados que ya verán la luz, como el segundo instante antológico de la casa en la poesía venezolana.