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Las máscaras de nuestra ficción
(Literatura del rencor vivo)

Fotografía: Keith Levit

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“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía un tal Pedro Páramo, mi padre”, extraordinario inicio de la extraordinaria novela del maestro de las letras Juan Rulfo, quien como todo señor de la palabra sabe darle cuerpo al territorio de lo imaginario.

Miremos en derredor y abramos la primera página de Don Quijote de La Mancha: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”, precisa el lugar pero lucha con la memoria para olvidarlo, así como el hijo de Pedro Páramo llega a Comala para reclamar el odio que éste sembró en la yerma tierra de la ficción mexicana.

Uno, menciona el lugar específico donde alguien que no conoce “vive”. Otro, precisa el lugar localmente universal y no quiere que el recuerdo lo venza. Dos maneras de mirarse en el mundo, de entrar en él. Así nos pasa en este momento: sabemos dónde estamos pero queremos olvidar el lugar que nos somete a un período inseguro. Entre Pedro Páramo y Don Quijote nos debatimos.

El personaje de Rulfo es un terrateniente que no sabe lo que atesora, porque ni siquiera sabe que tiene tantos hijos que éstos podrían ser la prole de cien hombres. El castellano sí sabe lo que tiene —nada— y quiere olvidarlo. Don Quijote es propietario de unos viejos libros de caballería y de una demencia deliciosa que lo hace ver gigantes y doncellas que ambulan por el desértico paisaje de La Mancha. Ambos se complementan: el mexicano es la costumbre de estos países esmirriados por la desmesura. El español es dueño de su imaginación. Entre los dos habita un espacio que conmueve, el que desata la persistencia real de Sancho Panza y el rencor referencial del hijo de Páramo.

 

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¿Dónde nos colocamos los venezolanos en este y otros momentos de nuestro imaginario, en esa porfía romántica de la “identidad”? ¿Acaso en la lucha a muerte entre la civilización y la barbarie que Gallegos dibuja en Doña Bárbara? ¿En la elocuencia epistemológica de Domingo Faustino Sarmiento y su determinismo sociológico? ¿En qué rencor habitamos? ¿En qué resentimiento nos colocamos?

¿Por muchos años fuimos los Campeones, los mismos que Guillermo Meneses trazó con la Venezuela de aquellos tiempos que se quedaron unas décadas para decirnos que no habíamos avanzado? Y hoy, tan golpeados por la baja autoestima, nos comprendemos en Pedro Emilio Coll y su Diente roto. Es decir, la proverbial viveza de los venezolanos es sólo una ilusión. Y un poco más abajo, Los pequeños seres de esta mascarada, en la que Salvador Garmendia no desperdicia segmentos de su talento.

¿Se puede alardear de páginas disfrutadas si aún la matriz que las produjo no tiene la fortuna de su lectura? En otras palabras, la Venezuela de siempre y la de ahora desconoce el valor de sus más empecinados hombres de letras. Tanto, que el asombro sigue siendo el talante de los que no soportamos el desparpajo del atraso. ¿Cómo se concibe, por ejemplo, que a esta altura de tanto desengaño se trate de dividir a la gente porque hablamos de manera distinta? Digamos, en plural, para no herir susceptibilidades encabritadas, que estamos en varios países incomprensibles. Para los que sienten que han sido relegados, el país es de ellos, y para los que sienten que se lo quitaron, vierten la desolación en un plato de sobras. Pero lo más triste es ver que se está repartiendo una “literatura” del rencor vivo, macerada con un determinismo tan peligroso que nos coloca como enemigos de quienes quieren aprender a usar el diccionario.

 

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Somos una ficción irreductible. Cuando entendimos que podíamos llegar a ser una realidad, tan desastrosa como ésta, se nos despertaron las derrotas, los conflictos del pasado, el drama del colonizado, del mestizo arrogante y desmesurado. Nos topamos con el túnel del tiempo y deseamos caer en plena guerra de independencia para degollar a los españoles. Nos duele tanto la sangre negra e india que corre por nuestras venas que nos olvidamos que hablamos español. Que también somos españoles. Nos confunde tanto ese río genético que no sabemos lo que somos. Unos quieren ser aborígenes y se comportan como tales. Otros se revelan africanos y se perciben tocadores de macumba y tambor. Y los menos, singulares por demás, son sólo europeos.

Para nuestra gracia, los que nos sentimos de los tres continentes formamos parte de un nudo genético que no acepta la discriminación, como aquella que anuncia un folleto de mala escuela: debemos hablar sin regla alguna, porque “somos el pueblo”. Bueno, la riqueza está en hablar con todas las palabras y dejar a un lado la ficción, que la realidad es demasiado real.