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Sergio ChejfecSergio Chejfec
Baroni: un viaje

Antes dije, al describir nuestro encuentro junto a la fuente,
que él se parecía a mí, o al revés, yo me parecía a él; incluso
que podíamos ser la misma persona en distintos puntos del tiempo.

Sergio Chejfec. Mis dos mundos.

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Chejfec había recorrido ese camino. Iba y venía, regresaba. Antes de mimetizarse, de entrar y salir del paisaje de los parques, ya había estado en los pedregales y hondonadas de Boconó, en Venezuela, donde Rafaela Baroni, la resucitada, la reencarnada en sus objetos de madera, en sus formas y ánimas domésticas, vive aislada del resto del mundo. El novelista, quien durante quince años respiró los aires venezolanos, supo de ella y la convirtió en parte de su manera de contar, de deshacerse de los diálogos, de deslizarse por el lomo de un monólogo que lo ha convertido en una suerte de teórico del novelar.

Con Baroni: un viaje (Editorial Candaya, 2010) pervierte de nuevo ese modo de hacerse de una historia y contarla. En esta novela no hay cuento alguno: como en Mis dos mundos, la anécdota es el desplazamiento, un viaje. El relato se concreta en el viaje mismo. Pero en este caso el narrador se centra en el personaje, habla de él desde él mismo y lo estudia, lo revela como objeto de indagación, lo coloca en los tres tiempos de su estadía vital y lo “viaja” durante casi doscientas páginas en las que el paisaje, el lugar, se desplaza con los tres tiempos de Rafaela Baroni: el tiempo de los enfermos pobres, el tiempo de la ciencia y el tiempo de Dios.

La primera mirada se centra en uno de los santos de madera, donde está la sustancia de este trabajo del novelista argentino. Chejfec colecciona piezas de la señora Baroni. Pero —siempre el pero— lo novedoso es que se trata de un personaje vivo y real: un personaje en su propia vida. Que no se ve perfilado en la obra, toda vez que las acciones de ella se diluyen en la misma narración. Rafaela Baroni es un referente que fortalece el viaje, que le da cuerpo a un relato pleno de imágenes, de destrezas figurativas, de análisis plástico sobre la obra de la artista popular venezolana. En todo el viaje con Baroni, hacia Baroni, desde Baroni y para Baroni, el autor se pasea también por el significado de las tallas de esta mujer andina.

Leamos:

La otra pieza de Baroni que está en mi poder, que también es “mía” (más adelante a lo mejor explico el significado que doy a las comillas), muestra a una mujer apoyada contra el tronco de un supuesto árbol que solamente tiene dos ramas gruesas y cortas, en realidad un basto madero con forma de cruz irregular. La obra se llama, según recuerdo, la mujer en la cruz o la mujer crucificada—por otra parte Baroni no es indiferente a los dos nombres...

Un lector de novelas se verá leyendo una crónica sobre un personaje que detalla, que se somete a ciertos cánones, como no andarse con remilgos a la hora de elaborar un lenguaje que denuncie la tradición de la novela. Podríamos estar al frente de un crítico de arte, de un vertebrador de códigos que con la obra de Baroni entrañan cierta cercanía.

 

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Si mal no recuerdo, en la nota sobre Mis dos mundos dejé colar esta tesis: se trata de una novela chorro, donde el relato no para, no descansa. Y alguien pudiera decir —si no lo ha dicho— que el autor argentino viaja sin moverse, porque sus verbos son estáticos en la medida en que todos los paisajes son uno solo, como el personaje. Así, afirmé: “Un ojo que narra y acciona el paisaje, los adentros del caminante (en este caso del personaje), como en la crónica de un extravío”, porque se siente que no se va a ninguna parte, pese a que hay muchas partes que se figuran en el horizonte. Si bien creo haber dicho que Chejfec es un voyerista de los parques, en esta novela es un fisgón de casas, interiores, jardines, patios, tallas, cielos, farallones. En todas partes está su ojo presente, en una suerte de omnisciencia fotográfica.

 

“Baroni: un viaje”, de Sergio Chejfec3

Volvemos, insistimos: el autor es una mirada que se extiende por un territorio geográfico y por un territorio anímico. Aquí, en Baroni: un viaje, el narrador sureño tiene su asiento en Caracas, en Hoyo de la Puerta. Desde ese espacio viaja, se mueve, se traslada, imagina: Boconó, Betijoque, Jajó, Isnotú, Valera, Mérida, Maracay. Un buen trozo del país está en esta obra, así como personajes tan cercanos como los poetas Juan Sánchez Peláez e Igor Barreto. También la novelista Victoria de Stéfano y Malena, la viuda del poeta Sánchez Peláez. Quizá en ellos germina el asunto del viaje. O la naturaleza del afecto, el mismo paisaje que lo llevó a establecer ese contacto con Rafaela Baroni. La lectura podría parecer múltiple. O las imágenes un reflejo de la lectura. O al revés. Lo cierto es que el “barroquismo” paisajístico y las cosas que lo rodean —o lo elaboran— hacen de esta lectura una apretada síntesis de un país donde habita una mujer que es el centro de una novela. El personaje se hace paisaje, se hace talla, se hace José Gregorio Hernández, mujer crucificada, Virgen del Espejo, mujer u hombre anónimos en un rincón cerca de un jardín donde camina un perro.

En una de las tantas tesis del autor, aparecen la “duración y la fugacidad”. En un viaje hay tiempo para todo, para hacer tiempo y para gastarlo, borrarlo: “me pareció que ambas ideas se combinaban en este lugar alterando sus papeles habituales; no había contraste ni conflicto aparente, lo construido se plegaba al mandato físico del territorio”.

 

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Una de las propuestas donde Baroni queda anclada tiene en Chejfec estas palabras: “Quiero decir, en el arte de Baroni había, hay, un tono de exaltación cuyo objetivo es el mejoramiento, en el sentido de confortación, de la vida. También en este aspecto coincide con la preocupación religiosa, aunque a veces pueda tratarse de figuras, digamos, laicas. Así, ella representaba para mí la infancia del arte”.

 

Coda

Hace algunos años me tocó entrevistarme con Rafaela Baroni en Maracay, a propósito de una exposición de su trabajo y de una visita a familiares y amigos asentados en la zona. Hacía poco había “resucitado”. Me habló de las horas que pasó dentro de la urna, de un sueño largo y placentero, de las imágenes y mensajes que pudo traerse a la tierra. Fue un diálogo en el que hablaba una mujer casi invisible, de una dulzura campesina deliciosa. Después de todo había hablado con un milagro.