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Víctor Manuel PintoCaravana

Foto: Lyerka Bonnano

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Hay poemas que leen al lector. Hay poemas que descifran el silencio de quien los lee. O, más, hay poemas que se leen desde la perspectiva de un lector que atraviesa un desierto o intenta regresar de una ciudad abandonada. Ese es el caso de este poema, el que le da nombre al libro Caravana (Ediciones Separata de la Dirección de Cultura, Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo; Valencia, 2010), del poeta carabobeño Víctor Manuel Pinto.

El poema —herramienta que hizo uso del poeta— se eleva como una oración. Es, sí, una oración, un cántico, un reflejo bíblico. Quien lo lee se imagina en medio del polvo de una aventura, de una migración, de un viaje, de los tantos que aparecen en el más leído testamento dictado a unos hombres que se desplazaban constantemente por los diversos caminos del Viejo Oriente. Quien entra en este texto se hace personaje de las páginas de un libro que no termina nunca. “Caravana” es una confesión, un alzamiento místico de quien habla en el poema y nos hace él porque recitamos la oración: como lectores somos parte de Dios. Quien reza es el mismo poeta, el que escribe y calla, el que siente la sed y la dureza de los huesos de su montura. En “Caravana” está sintetizado todo este poemario, toda vez que contiene los elementos totalizantes de esa travesía verbal por intensos momentos.

Soy entre lomos y sed / en tu voluntad // si bebo miro las nubes / si escupo desprecio la tierra // dejaré el agua en mi boca / Soy más / cuando calco la balanza // si me preguntan / ¿a qué lugar? / paso el dedo por mi cuerpo / y no sé dónde poner la cruz // llámate sol / llámate pan / llámate para decirles // que no busco el cántaro / que agitan las gitanas // tumba mi carpa si me duermo / pon alacranes a mis alforjas / que esté despierto / si me preguntan / ¿a quién? // y mi dedo gire / por todo el cielo y la tierra.

El poema se acerca a Rebeca (la imagen permite toda la libertad que el mismo poema trasunta), al aljibe de las mujeres en el desierto, a los hombres que llegan a calmar la sed o a pedir un poco de sombra bajo el techo de tela de los beduinos. ¿Viene este poeta de Egipto? ¿Intenta decirnos que ha arribado a una tierra indeseada? El poema traza el viaje inmaterial con el dedo de quien busca un espacio y un nombre.

 

“Caravana”, de Víctor Manuel Pinto2

Comienza el libro, el viaje. “Onán”, el esposo de Tamar, viuda del hermano mayor, arroja su semilla a la tierra. Deja el comienzo de todo entre las piedras, inútil leche de sus genitales, por eso Dios lo mata. Onán Urra, hijo segundo de Judá, es el poema genético de este libro de Pinto. Con él dice: “Un pájaro que come las semillas / y lleva dentro de sí en el aire / la forma en movimiento de un árbol, / es el goce de alma que padezco”. El poema repite la antigua interpretación: “Hombre, a esto se reduce tu vida; / y engordas con tu leche a la muerte / en los cuartos, los baños y las manos”.

Estas páginas, todas, son una mirada a quien vigila en silencio. A quien desde la imaginación celestial pronuncia todas las palabras, de allí la tradición de encarar o descubrir al lector, hacerlo cómplice de otro libro que contiene el principio y el fin, el alfa y el omega de la inteligencia humana.

En “Ofrenda”, el autor se sienta en la tierra y cavila sobre otro hecho donde una multitud fue testigo de un milagro: “Los peces de la multiplicación / no conocieron los mares, / bajaron de la mano de Dios a la muerte”. Hermosa imagen que proyecta el discurso de quien desde lo más alto de una montaña construyó el famoso sermón. En medio de un sueño, el poeta reconoce: “Un milagro no se huele los sudores, / ni abre y cierra todo el día la boca, / las puertas; bosteza y se va. // Sin embargo sé de mí la pureza de la carne”. Al final, en la línea que marca la vida y trata de apartar la muerte, el declamante, el que ora, pide: “Alimenta al demonio conmigo, Señor, / para que no engorde”. Un poco de humor no le venía mal al momento.

 

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Los poemas que siguen su rumbo, los leídos y guardados con denuedo, los silenciados para tenerlos siempre presente, hacen de esta aventura poética una estrategia vital. El poeta Víctor Manuel Pinto ha aguzado el ojo para intentar entender los asuntos de la eternidad, sin olvidar que pisa la tierra y la abona con sus palabras.

Dejemos que este fragmento nos diga algo más: “La cruz no tiene sombra bajo el cuerpo que tuvo. / De pecho es sacrificio, de espalda su pasión / y de reojo la muerte...”.

He allí entonces el propósito de estas páginas: no olvidar que somos carne de un verso, que somos voz efímera, oración para creer, poema para hallar o perder algún sendero. En todo caso: “¿Podré alisar mi cara con el agua?”. Alguien, oculto en nuestro espíritu, nos lee, nos encuentra.