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“Ensayo sobre la ceguera”, de José SaramagoLos ciegos de Saramago en el castillo de Kafka

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La ceguera es uno de los tantos temas literarios esgrimidos por poetas y narradores. No en vano Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges y Saramago han entrado a ella para estudiar y saber de las recónditas miserias del humano ser. Desde los griegos hasta este punto sobre el cual intentamos equilibrar el mundo, la ceguera ha preocupado a escritores, aforistas y pensadores.

Como un ejercicio que aborta la ficción, puesto que la realidad suele ser más terrible, el escritor portugués, Premio Nobel de Literatura, José Saramago, escribió una novela titulada Ensayo sobre la ceguera (1995), donde cuenta la tragedia de un país que es atacado por una inexplicable epidemia. Desde las sombras las víctimas de esta extraña eventualidad conocen de las bondades y maldades de la gente de su misma condición.

En la medida en que crecía el número de ciegos, eran amontonados (esta es la palabra exacta) en un viejo sanatorio para enfermos mentales abandonado. En salones donde sufrían hombres y mujeres, entre la sombra más despiadada, una sola de las víctimas no estaba impedida de ver, y se mantenía en el lugar porque no quiso dejar solo a su marido, un oftalmólogo que sabía el secreto de su esposa. Así, ella tenía la facultad de establecer dónde estaba y qué hacer en el momento de alguna emergencia.

Los peores pecados acontecen en esta historia. Y mientras los ciegos se incrementan, el mundo exterior es silencio, indolencia. Todo acontece en un edificio, como si el país de estos personajes fuese parte de una ejecución macabra.

Diferente fue lo que pasó con el oculista, no sólo porque estaba en casa cuando le atacó la ceguera, sino porque, siendo médico, no iba a entregarse sin más a la desesperación, como hacen aquellos que de su cuerpo sólo saben cuando les duele.

 

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Mientras la lectura entra, la imagen de un paisaje semejante al castillo de Kafka se aposenta en la memoria. Ensayo sobre la ceguera es tan parecido a este territorio donde respiramos azotados por la miseria que baja de la imaginación del narrador checo. Se parece tanto, por ejemplo, vaya usted a saber, a cualquier funcionario de esos que ambulan por la angustia de K, a uno de esos ciegos de Saramago, que no ve lo que pasa a su alrededor. O que no quiere ver para no sentir el dolor de su soledad, del abandono que hoy su gente le regala por querer entronizarse en la estupidez.

Kafka lo dejó así en boca del joven hijo del castellano: “Esta aldea es propiedad del castillo; quien en ella vive o duerme, en cierto modo vive o duerme en el castillo. Nadie puede hacerlo sin permiso del conde. Pero usted no tiene tal permiso, o por lo menos no lo ha presentado”.

 

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Por supuesto, se trata de una ceguera que muestra la superficialidad de una “víctima” que no se procuró la muerte de sus ojos por propia mano. La dirigencia kafkiana quiere cerrar los ojos ante los laberintos que encallan en la mirada muerta de los que salen a la calle a buscar la manera de que no quedar ciegos. O de que no los maten dentro de las habitaciones del castillo, suerte de nación donde todo es difícil. Canto a la burocracia.

No es la ceguera borgeana. No la ceguera del personaje de El túnel, de Sábato. Se trata de unos ojos opacos que se llevan todo por delante, pero aún así dicen que el camino está libre para entrar al castillo. Una clara metáfora del hombre y sus abusos, de sus pesares y desaciertos. Estar al ciego, al parecer, es la condición más visible del ser humano, quien trata de atravesar muros y paredes. El castillo permanece intacto. Y la ceguera también.

 

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El tipo es un personaje de Saramago. No llega a ser uno de Borges porque sería pedirle mucho. El laberinto de ese ser es más macondiano, más realismo mágico, tan desprestigiado. Anda a ciegas por su castillo de Drácula, mientras los zamuros se comen las sobras de su desgracia. El castillo de Kafka es la casa de gobierno del patriarca de García Márquez.

La ceguera es mortal. No hay remedio ni colirio para esta enfermedad, a menos que Saramago escriba otra novela donde la luz sea más fuerte que las sombras. Pero por allí vamos, con los ojos bien abiertos.

Al final de la obra de Saramago queda esta ilustración:

Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven. La mujer del médico se levantó, se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, a la calle cubierta de basura, a las personas que gritaban y cantaban. Luego alzó la cabeza al cielo y lo vio todo blanco, Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí.

Así anda el mundo, en medio de una novela de ciegos. Atrapado en un castillo sin salida.