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Ramona Delgado Orozco de LópezUna vida con Ramona Delgado
Crónica de un amor sin límites

1
(Aquellos primeros días)

Yo dormía en el cuarto de los santos. A diario, cuando me tocaba entrar o salir de ese espacio destinado a mi sueño, me tropezaba con José Gregorio Hernández, con el padre Claret, con Monseñor Álvarez, con la Virgen María o con el rostro sufrido de un Jesús pequeño instalado en el rincón más occidental de la mesita donde estaban todos ellos, vigilantes. Entonces una vela aparecía y alumbraba el miedo que aquel niño que era yo tenía albergado en el estómago.

—Tía, anoche me salió mi tío Nicolás. Tía, anoche soñé con mi padrino Rubén.

En la mañana, cuando aún estaba oscuro, ella salía con un balde de agua y lo esparcía en el patio interior de la vieja casona de la calle 3 de Calabozo, donde vivíamos. Ramona Delgado Orozco de López se me antojaba un ángel chiquitico, silencioso, con una seriedad que ocultaba una sonrisa, congelada por los recuerdos. Cuando me miraba sentía que me arropaba con una dulzura extraña porque nunca me habían visto así. Extraña por la paz que me entregaba mientras la niñez bordeaba la adolescencia. Si alguna vez me hizo un regaño, su voz me reveló el yerro y así la disculpa. Era una maravilla para regañar, para desentrañar las angustias propias de un muchacho que todas las noches tenía que lidiar con las ánimas y los muertos, con esa multitud de miedos que se convertían en sombras vivientes. En la mañana, entonces, mi tía Ramona espantaba a esos personajes con el balde de agua contra el duro patio de la casa.

—Si te salió mi compadre Nicolás, ¿qué te dijo?

—Nada, tía.

—Entonces no te salió. No le tengas miedo.

En la mesita de los santos también estaban los remedios, los tantos frascos en que se había convertido mi corta vida de asmático. El jarabe Wampole, la emulsión de Scott, el lamedor que elaboraba uno de los Ascanio hacían fila con otras etiquetas que ya no recuerdo, pero que me hacen trastabillar en medio de tantos olores antiguos.

 

2
(Un personaje real para la ficción)

Ramona Delgado de López se hizo un personaje de cuento, de novela en ciernes. Yo creo que se podría comparar con alguien que ambula por las páginas de la Biblia, o con una de esas santidades que albergan la fuerza de sacarnos de tantos apuros, como ella me sacó a mí de momentos difíciles. Fue una mujer que inventó una familia y la cuidó como un jardín. Era el centro de una emoción sin límites, porque doña Ramona regalaba tranquilidad, amistad y paz. Era un bello ser humano. Creo que lo seguirá siendo. Creo que esa mujer, transformada en imagen literaria luego de haber vivido más de noventa años, seguirá atenta a las cosas que uno hace y no hace.

“Mire, mijito, deje los libros allí y duerma en ese chinchorro”, me dijo un día de gravedades personales, pasados muchos años luego de aquel cuarto de los santos en Calabozo, ahora en Maracay, en la calle 5 de Julio de esta ciudad que nos vio crecer en medio de sobresaltos o alegrías.

Mi tía Ramona Delgado, de la “delgadera” de Guardatinajas, hija de Andrés Delgado Jiménez y Gregoria Orozco, nacida —no lo sé a ciencia cierta— en el fundo Santa Ercilia, se ató a aquella calle llanera luego del accidente mortal de Rubén López Rojas, en la década de los cincuenta, y quien la dejó con Rubén, Amparo, Alina, Lola, María y Flor, regados en la tierra y por la tierra con los recuerdos de una infancia impregnada por una larga calle que va hacia un río.

 

3
(Siempre estará por allí)

La memoria se mueve. Se agita bajo los elementos, a la intemperie. Entonces la mujer, de pequeña estatura, ojos delicadamente profundos, labios delgadísimos y voz atenuada por el remanso de su espíritu, solitaria en su silencio, nos veía sonriente, siempre sonriente, a menos que algún dolor cercano la tocara, como ocurrió con la muerte de su hijo mayor. O con la despedida de algún pariente, amigo o compadre. Un día se murió Rafael María Rojas. A ella se le ocultó y por falta de información, en el sentido de que yo no sabía de la estrategia para que ella no se enterara para evitarle algún malestar, se me salió afirmar la muerte del compadre. Entonces se le apagó la voz, se le nublaron los ojos. Me vio en medio de esa niebla de dolor, y me dijo: “Caramba, la gente se muere y uno no se entera. ¿Cómo es posible que se haya muerto mi compadre y no me hayan dicho?”. El silencio se apoderó de ella y su dolor fue parte de un susto un buen rato. Así era esa señora.

“¿Quieres café?”, y lo traía plena de bondad.

Hoy uso este espacio de lectura, y que me disculpen mis lectores, para hablar de ella, de una ciudadana de este mundo instalada en Maracay, proveniente de nuestros llanos, quien le dio mucho al mapa que nos alberga porque crió una inmensa familia que forma parte de la actualidad de nuestros afectos y que ha sabido hacer país.

Ella, aquella mujer nuestra orgullosa de su manera de elaborar sabores, salados y dulces para la prole y para todos los que arribaban a su techo. La mujer del más sabroso pan de horno, de las arepitas para el desayuno. La mujer de la voz suave que casi nunca se quejó. Aquella mujer que ha comenzado a hacernos falta. Aquella dama quien desde su lejanía nos dice que las calles de la ciudad serán distintas.

 

4
(De la sangre y de la carne)

Ella, Ramona Delgado, personaje de nuestra sangre y carne, levita en el imaginario de esta comarca visible, tan nuestra como el lar de donde provenimos. La Maracay de estas horas, la que nos escuece, no tendrá el mismo sol o la misma luna. Ir a su casa será honrar su invisible presencia. Visitar su calle en Calabozo y pasar frente a la casa donde vivió, significará la ofrenda más respetuosa. No olvidar su vida para que no haya muerte.

Alguien nos dirá un recado al oído. Ramona Delgado anda por allí, en medio de la brisa, entre el follaje de las matas de su patio en Guardatinajas, bajo la sombra de los mereyes de Santa Bárbara, en el silencioso encanto de sus manos en la ventana de Calabozo, por donde mira el cielo de toda su eternidad.

—Tía, anoche soñé contigo.