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El orgullo de leer

Manuel Caballero

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Manuel Caballero se fue con sus libros a otra biblioteca. Lo sabemos desde el mes de diciembre del año pasado cuando se quedó en una página y saltó a un planeta donde la lectura es eterna y lo convierte en polvo cósmico, en tierra de cosecha, en rica ficción luego de haber sido realidad. Manuel Caballero es hoy personaje de libros, él que tanto los leyó, que tanto los escribió, que tanto los admiró en su casa, en la calle y en la academia, y los hojeó para ojearlos y leerlos, olerlos y saborearlos, con el regusto que da saberse dueño de muchas palabras, navegador de mares turbulentos en los que pescó y dio a conocer tantísimos títulos.

Caballero dejó escrito El placer de la lectura (Alfadil Ediciones, Caracas, 2003), tomo que recoge una edición, revisada y revisitada por quien lo escribió y por quienes lo hicieron en la intimidad para hacerlo más actual, más cercano al autor y, en consecuencia, al lector. Y quien escribe esta nota lo afirma porque el mismo Caballero hizo una advertencia en la que expresa que “Ésta no es una, sino en cierto modo dos segundas ediciones, o si se prefiere, una y un tercio. Porque la parte final, ‘Sombrero de copa’, recoge la mayoría de los ensayos publicados en la tercera parte de mi libro El poder brujo (Caracas, Monte Ávila, 1991). Por lo demás, como acostumbro hacer con todos mis textos, éstos han sido sometidos a una rigurosa revisión, por ojos propios y ajenos”. Destacada la advertencia de Caballero, el lector retorna a la página anterior y lee con alegría la dedicatoria: “A Rafael Cadenas, maestro y amigo, hermano siempre”, y así el epígrafe que arropa a todo el libro: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito: a mí me enorgullecen las que he leído”, en respeto a Borges, escritor a quien nuestro ensayista e historiador admiraba.

Estamos al frente de una obra que nos pasea por la felicidad de ser parte de sus páginas, por temas que saboreamos con la lengua que heredamos.

 

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Este trabajo de Manuel Caballero abre una ventana en la que se amplía el paisaje de un lector. Caballero lo hace en una suerte de balance en los libros, todos los libros, como una lectura que genera preguntas, como aquella de quien cree que el dueño de la biblioteca se ha leído todos los libros. El autor viaja por esa pregunta y le da varias respuestas. Para cerrar este “prólogo”, el escritor toca la pasión por los libros: “Amo apasionadamente la lectura, el amor es una borrachera, y los borrachos dicen siempre incoherencias”. Todas esas “incoherencias” reunidas dan cuenta del esqueleto de El orgullo de leer: “La pasión del poder”, “Ríos que van a dar a la mar”, “Sin Dios y con el Diablo”, “Pero con risa”, “El libro nuestro de cada día” y “Sombrero de copa”. Partes que recogen esa alegría, ese orgullo por ser lector.

El autor nos deja en estas páginas el perfil de la novela 1984, en la que George Orwell no novela. Según Caballero: “En ese terreno, lo más lejos que llega a ser es un largo cuento”. Esta propuesta promueve una discusión que podría ser objeto de otro ensayo. No deja de tocar a un personaje digno del despotismo ilustrado, como lo fue José Stalin. A Hitler, a Perón. La segunda parte da cuenta de Simone de Beauvoir, de un venezolano poco estudiado, como lo es José Vicente Abreu. Orlando Araujo, ese furioso Compañero de viaje que no dejó tema en el aire. Y así, el surrealista francés Louis Aragón.

En “Sin Dios y con el Diablo”, el ensayista larense se vuelca sobre Jesús, de quien precisa que “Si salimos de los firmes y bien señalados límites de la fe, la cuestión de la existencia histórica de Jesús puede parecer apenas preocupación de eruditos”. El agnosticismo de Manuel Caballero siempre marcó su carta de identidad. Deja el escritor esta pregunta al final de este ensayo: “¿No es acaso por ser una esperanza encarnada, la misma de todos los débiles de la historia, que un día podrán ser más fuertes que los fuertes, vencerlos a ellos y a la muerte?”.

Miguel Otero Silva, autor de La piedra que era Cristo, pasa por la criba de Caballero, quien expresa que no le gustó la novela del también autor de Casas muertas. Y lo explica: “No me gustó porque no me gustan las novelas donde el héroe muere. Porque no me gustan las novelas donde, desde el principio, se sabe lo que va a pasar”. Y así, cosas de un lector inteligente que sabe qué decir acerca de sus lecturas. Cosas también de gusto. Además calza con firmeza: “No me gusta la novela de Otero Silva porque no es una novela. Y finalmente, no me gusta el libro porque nunca me ha gustado Cristo”. Está dicho.

El próximo salto llega hasta Víctor Hugo: “...fue un romántico, ergo... Pero el asunto no es tan fácil, pues por una parte Harold Laski escribió con mucha razón en un opúsculo ya clásico sobre el tema, que el liberalismo es más un estado del espíritu, tal vez una conducta, que un cuerpo de doctrina”. Los miserables recorre las calles de París, el republicanismo del novelista luego de haber pasado por la derecha francesa. Y así, sigue el ensayo.

 

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En “La conspiración satánica”, Caballero aborda un espinoso tema que toca la frontera del infierno. En él el autor toca obras fundamentales que le permiten pasearse por un paisaje intelectual denso en el que los libros sagrados le dan brillo a la lectura: la Biblia de Jerusalén, Septuaginta, llamada la biblia de los Setenta Sabios, en lengua griega... pasando por History of the Byzantie State, hasta llegar arribar a La causalidad diabólica, de León Poliakov.

No deja de estar el humor en las páginas de Caballero, también practicante de este “oficio”, el de vivir con los músculos risorios preparados: “Pero con risa”, donde el autor entra y sale del tema con gracia, con sentido de inteligencia, hasta para decir que “El niño no es humorista, es decir, no es un intelectual, y a Dios gracias: ¡imaginemos nuestras casas pobladas de Mafaldas!”.

Dos o tres páginas más adelante, Caballero menciona y trata a los más conspicuos humoristas venezolanos, entre ellos, Andrés Eloy Blanco, Kotepa Delgado, Aquiles Nazoa y Miguel Otero Silva. Y así, las publicaciones que los enaltecieron a ellos y a otros que no menciona, entre ellas, El Morrocoy Azul, Dominguito, La Pava Macha, La Sápara Panda, El Imbécil, Fantoches, Coromotico, El Sádico Ilustrado...

En “El libro nuestro de cada día” el autor habla del diccionario, lee y comenta el trabajo de María Fernanda Palacios, Sabor y saber de la lengua, así como Amor y terror de las palabras, de José Manuel Briceño Guerrero, y un paseo a la intemperie por algunos nombres de la poesía venezolana. También asiste a la vida creativa de Salvador Garmendia, Denzil Romero, Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa. Una curiosa lectura nos ofrece “Los libros no leídos”, hasta llegar airosos al capítulo “Sombrero de copa”. En él el lector se encuentra con textos como “América jamás fue descubierta”: “Para un historiador profesional, pocas frases en el idioma están tan llenas de disparate, nonsense y mentiras como esa repetida cada doce de octubre: que ese día se ‘descubrió América’. En verdad, lo que hoy llamamos ‘América’ tiene la curiosa particularidad, el extraño destino, de ser un continente jamás descubierto...”. De allí en adelante, hasta la última página, el autor trabaja sobre la base de nuestra historia, de la primera historia. Varios son los temas, varias las reflexiones, varias las páginas que siguen el curso de quien hoy está más allá del bien y del mal, en otra esfera, y quien nos ha dejado un extraordinario legado literario e histórico.