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El libro como magia

El libro como magia

1

Una mujer se asoma por la ventana. La mirada interrogativa dice que va a morir. A su lado, un hombre con una máscara negra la induce a sentir miedo, a mostrarlo. El misterio de unos ojos que la televisión recogió y convirtió en noticia y espectáculo. Horas más tarde, captor y rehén reposaban en la morgue para recibir los cortantes, filosos e indolentes trazos de los instrumentos del patólogo. La muerte, concebida como cotidianidad en un país que perdió el sentido de ese vacío que a diario se instala en el estómago. Un conejo negro sale de las páginas de Merlín.

Un hombre es amenazado de muerte. La bala que lo persigue penetra paredes, pasa por agujeros, se desplaza parabólicamente, devela metáforas e hipérboles, hace muecas, cabriolas y desestima el ruido que produce, hasta que finalmente entra en la carne de la víctima. En otra imagen de ángulos perversos varios hombres protagonizan la carnicería contra Santiago Nasar, personaje cuya muerte estaba anunciada. El racimo de sus vísceras explica el código de un silencio agotado en el desenlace agónico de sus propios enemigos.

Ambas acciones, la película de Terrazas del Ávila, develada por la policía venezolana hace varios años, cuya mampostería de novela negra puso en escena el miedo en el Clínico Urológico San Román, hacen la anécdota posible en el imaginario de García Márquez a través de Nasar, asesinado a puñaladas en cuatro páginas de horror.

Estas dos realidades conforman el devenir temático de un libro.

 

2

Entonces Caín le dio un disparo a quemarropa a Abel, y éste dejó sobre las piedras del erial la sangre que después reclamó Jehová desde su inalcanzable altura, para que posteriormente Ícaro pudiera ver la silueta de su cuerpo marcada en el asfalto por el CICPC o el CIS (aquí mismo, en cualquier barriada de América) con mano equívoca las más de las veces, pero pedante, con su balístico, estudios planimétricos, conjeturas e hipótesis criminalísticas, sin dejar de asentir que Gregorio Samsa se convirtió en escarabajo ante las narices de la CIA, Philip Marlowe o Lew Archer.

Me levanto con sabor a sangre en los dientes. He sido vampiro durante la noche y siento una gran felicidad al saberme anónimo en una crónica escrita por mí mismo o por Adriano González León. El Conde Drácula es propietario de una boutique en Transilvania y muerde cuellos femeninos para prolongar el amor y los espacios cálidos de su soledad. Coloco el dedo en la costura reciente de Frankenstein y retorno por el espejo de Alicia después de recorrer despierto el país de aquellas maravillas contenidas en las páginas de un suplemento novelado, por entregas, como los antiguos folletines de Madame Bovary y Rojo y negro. Sandokan se cae de un árbol convertido en Tarzán y sufre una torcedura en su valentía. Un tigre de bengala le lame una vieja herida.

En Cubagua regreso a mis cabales afirmaciones con el padre Leiziaga. Y visito más tarde el lugar donde una prostituta marcó con su lejanía la mano de Meneses junto a un muro.

Perdí la virginidad inventando la utopía. Ese fracaso donde suenan muchos nombres y poquísimas nueces. Los muertos regresaron desde Comala y me senté a leerle la mano al Nazareno en un acto de caridad pública, mientras los mercaderes del templo buscaban el número del quino en la cábala y los intestinos de una cabra, la misma que Abraham degolló con su cuchillo de palo.

 

3

Ocurre que ahora formamos parte de un libro que se escribe solo. Para decir como Julio Cortázar, más allá de cualquier instrucción para armar el mecano o destejer el suéter que Penélope imaginaba, salta una rana de una escalera y cae en la sopa hirviente de Gargantúa.

Digamos, entonces, que somos una página. Un libro, un engaño. Por eso, los libros son la varita mágica de los desencuentros, poca gente los lee, pero muchos hablan de ellos con tanta confianza que quien los oye cree forman parte de sus maravillas.

 

4

Anoche dormí en un hormiguero. No sabía que copulaba con una sombra. No imaginaba que alguien, en medio de mis jadeos, musitaba: “Yo poseo la ciencia del bien y del mal; yo lavo la sangre y la infancia, y para probarlo puedo obrar milagros. Nerón me quiso decapitar y cayó la cabeza de un carnero. Cuando me persiguen ando sobre las aguas, si estoy en la costa; y si en el interior, me remonto a las nubes y luego bajo con el rayo que del cielo cae, emanación del fuego de que Dios está formado. Cambio de figura; me convierto en insecto o en pájaro, según me place. Una vez que me enterraron vivo, resucité radiante al tercer día”, comenta Simón el Mago, inventor de la mímesis y la historia. Y no soy yo quien habla, habla un libro que tuvo a un hombre con un lápiz, una máquina de escribir o un computador con MS Internet Explorer 8.0 de software inventivo, mágico y demente. Jesús dibujó un pez en la arena. Esa figura ha sido suficiente para amparar milagros y deslumbramientos.

 

5

Todavía tengo el rostro de María Magdalena Monagas y la mueca displicente de Hernancito. Víctima y victimario. Entonces cierro los ojos y oigo: “Una vez Asrael, el ángel de la muerte, entró en casa de Salomón y fijó su mirada en uno de los amigos de éste. El amigo preguntó: “¿Quién es?”. “El ángel de la muerte”, respondió Salomón. “Parece que ha fijado sus ojos en mí —continuó el amigo—. Ordena entonces al viento que me lleve consigo y me pose en la India”. Salomón así lo hizo. Entonces habló el ángel: “Si le miré tanto tiempo fue porque me sorprendió verle aquí, puesto que he recibido orden de ir a buscar su alma a la India, y, sin embargo, estaba en tu casa, en Canaán”. Abro los ojos y me abrazo a Beidhawi, quien me habló. Pero también era, o es, Julio César Zambrano Castro, y reniego de mí hasta que me dejo convencer por Borges, quien cínicamente me dice: “Murió en el destierro; le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Dios, acabo de entender, al fin, hoy cuando la muerte y la vida me acosan, al pobre idiota de Baudelaire: “La más bella astucia del diablo es convencernos de que no existe”.

El diablo, los ángeles, los magos, los santos y los criminales. Todos juntos entre el Fuego bajo las aguas de Isaac J. Pardo. O quizás en la sapientísima extensión de Jaeger en su Paideia. Tal vez en la biblia egipcia, El libro de los muertos. En la Torá. O en La tuna de oro. O en el silencio de un poema de Rafael Cadenas. En la inteligencia elegante de Eugenio Montejo.

 

6

Siempre he soñado con ser invisible. Por dos cosas: para colármele a Dios en el Paraíso, pero también para ver a la mujer que sueño, desnuda, acostada en el mismo prado donde Dalila le cortó los crespos a Sansón. Habría que advertir, amigos lectores, que en realidad soy invisible. Lo que ustedes ven, si es que ven o imaginan ver, es un destello, un reflejo. Un proyecto de ser sacado de algún tomo donde gobierna el silencio. Como Pompeyo Gener, sabio en demonología: “Un medio de ahuyentarle era también el de pintar o grabar su imagen horrorosa tal cual era. El maligno, al verse trazado sobre el muro, huía, pues su propia estampa le daba miedo”.

Por ahí andan aún Simón el Mago, Dios, Lucifer, el Inferno de Dante. También María Lionza, José Gregorio Hernández, la madre Teresa de Calcuta. No faltan Byron, Bacon, Guimarães Rosa, Drummond de Andrade, Octavio Paz y La Sirenita, El Conde de Montecristo, Juan Carlos Onetti, Renato Rodríguez, Arnaldo Acosta Bello, Lucas Guillermo Castillo Lara. O Cesáreo de Heisterbach, quien dice de las vertientes del averno: “En palabras latinas: pix, nix, nox, vermis, flagra, vinculada, pus, pudor, horror, o sea: pez hirviendo, nieve helada, noche oscura, repugnantes gusanos, fuego ardiente, pesadas cadenas, supuración asquerosa, innoble vergüenza, horror sin fin”.

En el Diccionario de la conversación y la lectura, de Anselmo de Villaescusa, José Moreno y Luyando, entre otros, se puede leer: “Para los negros de Benín, el infierno estaba en el mar: desde el mar arribaron a Benín los navíos de los negreros”, y un poco más adelante Las mil y una noches: “En cuanto a los otros infiernos, nadie conoce sus tormentos, salvo Alá el Misericordioso”.

El entusiasmo, ese “llevar a los dioses por dentro”, conduce a modelar el barro de la mujer ideal. Aquella diosa que jamás llega, que se queda en la imaginación. Sólo en el Corán: “En el paraíso nos atenderán las huríes, vírgenes de ojos como estrellas, de inmarcesible virginidad que renace bajo los besos y de saliva tan suave que si una gota cayera en los océanos toda el agua se endulzaría”.

Ay, quién pudiera abarcar la antología de Edmundo Valadés, ese maravilloso y mágico encanto titulado El libro de la imaginación. Quién pudiera abarcar el miedo de María Magdalena en el momento de lavar con lágrimas los pies del beduino. O secar el rostro ensangrentado de aquel Jesús a punto de ser convertido en síntoma de una eternidad. La pobre, entre prostituta y santa, ahora asesinada en cualquier calle de Caracas, Nueva York, Trípoli o Roma en el nombre de esa insignia deletreada postmodernidad, a mitad de camino de las células madres del próximo futuro.

 

7

Palinuro y los siete enanitos. Un muy pesado regalo en el regazo: los 28 volúmenes de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert. Nuestro Abajo Cadenas, el Juan Camejo de los años sesenta de nuestras primeras letras. Angelito, la revista Tricolor. Aquel viejo titiritero y cuentero llamado Javier Villafañe, tan frecuente en las calles de Caracas y Maracay. Aquiles Nazoa, Chucho Rosas Marcano, Otilio Galíndez, Claudio Castillo en nuestros saltos de mata en el teatro. Más tarde, otro nombre, Michel Foucault en Las palabras y las cosas: “Con todas sus vueltas y revueltas, las aventuras de don Quijote trazan el límite: en ellas terminan los juegos antiguos de la semejanza y de los signos; allí se anudan nuevas relaciones. Don Quijote no es el hombre extravagante, sino más bien el peregrino meticuloso que se detiene en todas las marcas de la similitud”. Borrón y cuenta nueva con las novelas de caballería. El mester de juglaría. El mester de clerecía. Fervoroso siglo XIII en la imaginación oculta. Asimov en los campos de Castilla. Y la magia sefardita. Y la magia moruna. Y la magia africana y el Popol Vuh y mi pesadilla asmática.

 

8

Un día, me descubría en una ciudad. Pudo haber sido Rabat o Turmero. Aturdido por la inclemencia de algunas lecturas, entré mago en la borra del café y en los ojos hondísimos de una novia muerta, allá en el Llano. En esos recuerdos, adheridos a la soledad provocada por la desmemoria, andan Felisberto Hernández, Roberto Arlt, Augusto Monterroso, El otoño de la Edad Media, El péndulo de Foucault, Felipe Pirela, José Romero Bello, Sartre, Heidegger tan poco querido, Pedro Infante y Norman Mailer.

Un día vi la muerte de un hombre en una sala de emergencias. Me tocó cerrarle la boca y saberlo frío. Una serpiente lo había inundado de veneno. Era un tipo de casi dos metros. Entonces me acerqué a Martín Tinajero y era Manuelito Cachutt en Valle de la Pascua, yerto, con un disparo en la cabeza. También vi la ruina, la pérdida, el dolor, la muerte en Pompeya en la vieja casa de mi padre. En definitiva, todo esto está contenido en libros y sucio en los pies descalzos. Porque un libro no es cosa de pegar botones o de elaborar con gracejo la conferencia que Julio Cortázar se negó a decir un día frente a un grupo de Cronopios que más bien eran Famas que daban miedo. Por eso, la brujería practicada en una catacumba se hace libros, cuento, novela, poema, ensayo, locura, maldición, letanía, frecuencia infernal, toque divino, revelaciones místicas, amores frustrados, felicidades y amargas andanzas. La magia es de color sepia y voz lejana. Teorizar sobre la magia es decir lo mismo de siempre, es mejor acercarse a ella, hacerla como el amor, como el silencio, como la muerte, como la eternidad, como la vida, como las ingles de la mujer que soñamos y no como el inglés de aquella mujer que se quedó el proyecto en la mirada de la señora Thatcher. Como el relato que nunca contaremos, como los secretos, como la magia, Simón. O Savater sonriente. Con su ojo desviado e inteligente. Como Bernardo Núñez, como Salvador Garmendia, como Sánchez Peláez, como Ramos Sucre, Andrés Eloy o Cruz María Salmerón Acosta, como mi abuelo contador de embustes, los mismos que me contaran Manuel Bermúdez y Antonio Estévez en un patio de Calabozo. Como mi padre poeta y preso en una cárcel de los años 50 del siglo pasado. Como Guillermo Meneses, como verte desnuda, Teresa, como Alá y Javé, como la Biblia y el Corán, o la Torá, como Günter Grass, como El tambor de hojalata, como la abejita preñada, como Plexus, Nexus, Sexus. Como una mujer asomada en la ventana de un balcón invisible, quien sabe que terminó el libro de las transmigraciones, que sabe que la muerte es tan sencilla como subir al cielo por el pelo de una niña.

Desde aquí, desde el libro que escribe lo que digo, alguien me dice estas palabras: Omar Khayyam, Tagore, Rulfo, Sábato, Borges, Montejo. Todo un libro que acabamos d escribir en esta página, tan verdad como la mentira que corretea por todos los tomos del tiempo.