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Julio CortázarInstrucciones para volver a Cortázar
Todos los juegos, el juego

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Julio Cortázar sube una escalera y se pregunta quién lo sigue. Se vuelve ligeramente y “un” alguien verdoso y pequeño le sonríe. Cortázar sabe que está en la página 126 y no halla cómo salir. Cómo despegar de una vez y hacerse invisible. El juego ha comenzado. Pero confunde, bizquea y resuelve hacerle frente al objeto no identificado que lo intercepta:

“Gran idiota”, dice el fama, “no había que preguntar. Desde ahora lavarás mis pañuelos y yo ahorraré dinero”.

Es de imaginar que el autor, Julio Cortázar, sonreía cuando terminó este breve relato del libro Historias de cronopios y de famas, un tanto traído por los pelos como todas las cosas de los sueños. Se trata de un libro incalificable. Humor, ironía, fábula, realidad, surrealidad sirven para cifrar algunas propuestas que nos acerquen a él, y si no ocurre, mucho mejor. Las páginas hacen el resto hasta la 155.

 

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Desde esa entrada heideggeriana, Cortázar crea lo “metafísico-maravilloso”. O, según el decir de Manuel Durand, lo “maravilloso-biológico”, porque funda —en una atmósfera alucinante— un zoológico a través de nuevas palabras que se insertan en su estilo y en su español. Esa segunda parte del juego, donde lo lúdico, el ejercicio práctico de la imaginación, convierte a los objetos en verdaderos instrumentos de creación, desde una narratividad que cuestiona la realidad y la supera. Jamás hemos dejado de saltar la cuerda y mucho menos soñar que el columpio nos pertenece. Y hasta envidia sentimos cuando los niños no nos prestan el tobogán. Julio Cortázar apuesta al tobogán. Imagina los personajes que no le permitan envejecer. Eterniza el juego, porque la responsabilidad de quien crea, según la puesta en escena del existencialismo, es hacer el juego, motivar la existencia lúdica. De eso Cortázar hizo burla y literatura. Que podría ser lo mismo. Burla para crear y literatura para imaginar la gran trampa de su lenguaje.

 

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El tercer capítulo del juego/trampa de Cortázar se materializa en la no definición de sus personajes. Los cronopios, famas y esperanzas son objetos, pero juegan, hablan, se mueven. Hay conciencia en ellos, pero el autor no nos dice qué son ciertamente. Deja el juego en la adivinanza. O mejor, en el acertijo, porque presumimos que son claves que forman parte de eso que llaman el glíglico, es decir, construir un universo lingüístico desde palabras del idioma que usa. Pero son romper con la estructura sintáctica. Hablamos —entonces— de un lenguaje/juego. Un español, un castellano lúdico que nos hace cómplices —hasta culpables o inocentes— según vaya nuestro gusto, de la ingenuidad de esa intuición de fundar otro idioma desde el propio. Rayuela teoriza sobre este mismo tema en sus personajes: Gregorovius, Oliveira, Morelli. Totalidad imaginaria.

 

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La cuarta instancia del juego cortazariano en Historias de cronopios y de famas (idea que se puede usar en Rayuela) es la concepción de universalidad, de totalidad. Fondo que nos conduce a una síntesis, a un sentido transmutante. El juego cambia el ánimo y el espacio, es una responsabilidad, un destino. Para Cortázar la poética de su trabajo literario reposaba sobre esa base. El juego, ejercicio de la inteligencia. Por eso cada escalón, cada subida, cada ascenso, es una tentación. “Las escaleras se suben de frente”, y el juego, entre otros, que obliga a ocultar la cara es, precisamente, el escondido. La mayoría de los divertimentos infantiles se hacen de frente; hacia el al revés es difícil. Pero Cortázar nos hace imaginar una escalera para subirla de espalda. Nos entrega unos “objetos-quienes” que tienen sensibilidad, que danzan y se enfrentan, como en los juegos con los cuales inventamos un compañero o compañera a la muñeca huérfana. ¿Simbolismo, alegorismo, fabulismo, trampa que esconde alguna clave del horror? Nos quedamos con la idea de que, sin querer manejar la hipótesis de una temática, se aproximan a la burla, al humor, a la corrosión elusiva. O en mejores términos, a la absoluta libertad de ejercer la inteligencia como Dios o el Diablo mandan.

 

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Borges, efecto espiral. “Pierre Menard, autor del Quijote”, también es Morelli. Aquella cita: “La literatura ya está escrita, sólo que los grandes autores son glosados; ser, los escritores, autores”. Los temas, el mundo gira y se repite. Así, cambiar no al hombre abstracto sino al lector concreto. El universo de las letras en nombres como los de Baudelaire, Mallarmé (desde la perspectiva de la crítica moderna) y el surrealismo, Joyce, Ezra Pound (desde el ángulo de la llamada crisis naturalista), crean el gran edificio del lenguaje, la utopía más añorada por la escritura, por los fabuladores y los poetas: la magia, la armadura encantatoria del verbo, un mundo que convoque y acerque más a la invención.

 

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Esta utopía (haber escrito Rayuela, Historias de cronopios...) que ya no lo es porque es la realidad, y ninguna utopía, por serlo, no puede ni debe cumplirse, más allá de que si ocurre deja de serlo. Se hace realidad: tragedia o comedia. Vida o muerte. De esta manera entramos con Henri Michaux, Maurice Blanchot, a quienes Cortázar frecuentó en lecturas desde su nacionalidad en el francés.

Ha sucedido que Cortázar desechó la amargura que invadió a Michaux y creó personajes antipódicos, muy destacados por un destino real y manido: el bien y el mal, pero matizados por una atmósfera que los coloca en medio de cierto simbolismo a veces rechazado. Ese maravilloso-metafísico, capaz de erigirse en la fábula viviente, destacó la conciencia de unos extraños objetos/seres que sienten y hablan para no ser oídos y se trasmutan en la lectura que hacemos de ellos.

 

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La polifonía de Cortázar se hace más musical en Historias de cronopios y de famas porque sus voces no se identifican en los personajes que felizmente inventó. No son personajes como tales. Son varios Cortázar en una mofa permanente. Interroga desde un sentido que crea una magnífica fuerza fabuladora e imaginaria. Desde un afuera que conmina a los “personajes” a ser objetos, simulaciones. Como Morelli, cada cronopio, cada fama y cada esperanza es su propio narrador, desde las peripecias y juegos propuestos por un espectador de primera línea. Es decir, el otro yo del doctor Merengue. Es decir, Julio Cortázar.