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José Antonio (Nono) SucreTres relatos de José Antonio (Nono) Sucre

Fotografía: José Sucre

Un gardeliano de bigotes rubios

Su quehacer nocturno era cantar tangos y milongas en andanzas diarias por calles y avenidas de Porlamar y en la zona guaiquerí de El Poblado y La Cruz Grande en la Isla de Margarita. Nunca atisbé a verlo sobrio. Era un contumaz parrandero sin tregua.

Se alegraba cuando a altas horas de la noche alguna joven se asomaba a la ventana de su casa y le prodigaba piropos, aplaudiéndole a rabiar.

Ese gesto casi lo hacía levitar. Se henchía de felicidad. Su vida parecía tomar otros derroteros.

Nunca asumió un trabajo remunerado.

En una tertulia en la Plaza Bolívar decía que era descendiente de argentinos que emigraron a Venezuela desde hacía muchos años, aunque los parroquianos lo asumían como “ñero”, colmándole de elogios porque en medio de la desolación que hacía estragos en la Perla del Caribe, era el único que les alegraba el espíritu; un bálsamo para insuflarse ánimos, en medio de tanta estrechez económica.

Al cabo de muchos años de juergas y de ufanarse de ser el gardeliano mayor de la comarca, desapareció sin dejar alguna pista.

Ante este acontecimiento insólito, los hijos de la mar eran presa de una depresión por ignorar su paradero, hasta que un baquiano encontró —por azar— su osamenta y su bandoneón en la espesura de la serranía de El Valle del Espíritu Santo.

 

El barco

Miraban profundamente en todas las direcciones. El mar allí, enhiesto, sin darles alguna señal del buque salvador, que había levado anclas en Grecia.

Eras seis amigos adolescentes en búsqueda de aventuras. En el muelle Nº 4, donde el sol no daba tregua, aquellos rayos verticales los achicharraban sin piedad.

Juancho, sin embargo, insuflaba ánimos. Decía, sin rodeos: Tanto soñar en trasladarnos a Grecia y ahora que se presenta la única oportunidad de embarcarnos como polizontes nos falta guáramo. Echémosle bolas. No hay otra opción.

Al atardecer retumbó una sirena y un descomunal barco de carga hacía su entrada en la rada. Preguntaron, casi sin aliento, si era uno de la flota de Aristóteles Onassis.

La breve respuesta negativa hizo cundir el desaliento.

—¿Cuánto tiempo más debemos esperar? —dijo Gómez.

—No jodas —replicó Juancho. Al primero que atraque lo abordaremos. El que se arriesga el aturdimiento lo aplasta en torbellino.

Todos cumplieron esa orden terminante.

Hasta el sol de hoy nadie sabe de sus paraderos.

 

El constructor de ataúdes

Bajo de la montaña montado en un caballo de crines bermejas.

Era un hombre de fuerte contextura, blanco lechoso.

A paso lento se dirigía hacia la playa resguardada por un antiguo malecón.

Comentó un parroquiano que él era el mayor de una numerosa familia a la que le atendía en todas sus necesidades de vida y de muerte.

Un oyente de ese comentario no lograba entender cómo ese patriarca ermitaño, que descendía una vez al año de su refugio en la espesura del bosque, pudiese proteger a su prole y hermanos.

Otro de los contertulios expresó una versión que dejó aun más confundidos a los que conformaban el corro.

Dese robusto señor se han tejido a lo largo de los años muchas anécdotas. La más aproximada a la verdad es que él es experto en construir ataúdes que va acumulando para cuando fallezca un familiar darle sepultura en lo más alto de la montaña, logrando a través del tiempo cumplir con su misión en la vida: despedirlos a todos de este mundo. Logré verlo casi moribundo.

Sólo y conturbado, sin ataúd donde dormir el sueño eterno, cavó una fosa profunda en las orillas de un riachuelo y se despidió del entorno vegetal que fue siempre lo sustancial de su existencia.