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Adalber Salas HernándezExtranjero

El recuerdo de mi padre es el de un enfermo que padecía de una herida
de Amfortas, un “rey pescador” cuya herida no quería curarse —el sufrir cristiano
para el que los alquimistas buscaban la panacea, el remedio. Y yo, como un Perceval
tonto, fui testigo en mi juventud de esta enfermedad y, como a Perceval,
el habla me falló.

(Karl Jung, citado por Francisco Rivera)

1

No era yo de esta tierra, así regresa a las hojas de un libro, a su segundo libro, el poeta caraqueño Adalber Salas Hernández. Y digo libro para decir también tierra de nacimiento o del morir, toda vez que se trata de una aventura en la que se juntan cuerpo y alma para expresar una patria que existe porque duele, una intemperie donde de madrugada en madrugada / voy arrastrando tu cadáver, // tu grito sedimentado, / tu hora imposible en todos los relojes..., al decir del padre, constante que alberga esta confesión: yo llegué aquí / el día que empecé a pronunciar mi cuerpo. Imagen en la que “él”, quien escribe o quien desde “él” se expresa, ambula por estas páginas. Huérfano, nombrado en su carne, esta voz titula Extranjero (bid & co. editor, Caracas septiembre 2010), tomo en el que Salas Hernández —una vez más— asombra con su densa y sólida poesía.

La perfecta plenitud, destacada por Francisco Rivera, en Entre el silencio y la palabra, habita en este trabajo de Adalber Salas. Es una lucha de contrarios: “El desesperante diálogo entre el silencio y la palabra...”. He aquí que el poeta se somete a decir del padre pero también a borrarlo, hablar del signo hostil que me dejaste / y que ahora reclama ser devuelto a la ceniza. Un poco antes, en su primer ajetreo poético, La arena, el vidrio: Ascenso en tres movimientos, nuestro autor escribió: Sólo al morir seré respuesta, y por esa vía, sin aspavientos, entra en la incertidumbre, en la patria y el padre, o en la patria con el padre, en una peregrinación hacia el vacío:

afuera
en la calle
sólo un árbol sostiene la noche...

Entonces, quebrantado por esta afirmación, el poeta crea la constante de un clima en el que la figura del expatriado vive a la intemperie, esta oquedad fósil que podría ser la orfandad, que, como afirma Armando Rojas Guardia, es “Vivir desterrado de la propia patria psíquica y espiritual”, lo que “constituye una consecuencia de la relación conflictiva con la figura paterna”.

Pero, ¿se trata de eso o de una figuración? El mismo Rojas Guardia aclara que “patria” significa “tierra del padre”, lo que hace más conflictivo el poema. Así, Salas desata esta imagen: Padre, / no sé qué es esto / que sorprende en mis manos / las ruinas impares de tu sombra. El recado está bien dicho: hay dos muestras para diagnosticar la razón del texto. Un referente “real”, inmediato asociado con el padre biológico y, por extensión, un referente simbólico, que nos enrostra lo que vemos, lo que sentimos: un mapa desleído, rayado, mutilado, multigrafiado, en ruinas, un país, un trozo de espíritu, una psiquis aturdida. Estos “padres” podrían negarse en tanto en cuanto la metáfora de ambos no se complemente. Es decir, podría especular que una es justificación para la existencia de la otra, pero que además se contraponen hasta juntarse: leo / buscando entre las líneas / una luz / que borre mis ojos. Y seguidamente: Padre, / arden todavía las piedras de tu nombre, // aquí, / sobre mis párpados cerrados. Los poemas, mellizos, se hacen uno desde la distancia que los separa. Pero sí, vuelvo a especular, se analizan desde la ceguera, desde la sombra del destierro.

 

“Extranjero”, de Adalber Salas Hernández2

Una patria chica es revisitada por el autor. La voz enclaustrada en la casa, ¿una casa?: Camino de un cuarto a otro... Una casa en la que el personaje se permite ser casi nada, sujeto de castigo o intento de alejarse del dolor. Redención, sí, como destaca Rojas Guardia.

La muerte, sibilina, anda en la boca de quien escribe. De quien calca bajo los pies el nombre del desterrado, el que llega o se va, el que se reconoce en tierra ajena, en padre cuya carne también se reconoce “en el envés del poema”. En el texto, en el poema, está la patria fundada.

Estas instancias, el padre, el tiempo abierto a temperaturas interiores, la muerte, el vacío, juegan el terco ajedrez de las palabras, en una suerte de reconocimiento, también despedida, ojos finales, patria y padre, borrosos.

 

3

Todo ser humano, más si es poeta, ha sido extranjero en el paisaje. En un paisaje donde el mismo sujeto es paisaje. En este caso, ausente. Por esa razón, Salas Hernández aborda el poema desde una pérdida. Es decir, desde su propia presencia/ausencia física y espiritual: no busco la redención de mi cuerpo / busco que mi cuerpo me redima.

El cuerpo pasa a otro cuerpo en el espíritu. Transfigurado, es el padre y también su silencio, su sombra. La patria solar, la de la casa, se advierte en la voz despojada, revelada en todas las páginas de este poemario. Una lectura de símbolos, permeable a la sinuosidad pese a su exactitud idiomática.

(Este lector, impresionista y hasta suicida, alcanza a ver a un sujeto que se deshace de muchas palabras para alcanzar un lugar impreciso. ¿Qué patria no está al borde del abismo? ¿Qué padre no se derrama con el hijo o se extravía sin éste en la tumba / donde desemboca tu sangre exhausta?).

Que la noche de Gerbasi sirva para esta lectura:

Padre,
hay un poema que pone fin a la noche,

una insólita geometría verbal
que recita nuestra sangre
sin decirnos.

Buscaré esos vocablos:

sé que con ellos sembraste
la tristeza fugitiva de mis pasos

y diste forma a los pájaros
que encienden sus ojos bajo mi lengua.

Termina este viaje con un temblor. A la intemperie, el poeta que es Adalber Salas Hernández cierra este instante con éxito. Se trata de un libro que nos hace huérfanos, extranjeros, limitados en nuestras divagaciones y muertes.