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Fotografía: Clark DunbarHuesos de Pasolini

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“Un poema efímero de la mañana / como tú de la noche”, de esta manera nos aborda uno de los primeros textos que en este libro de Víctor Loreto López, Huesos de Pasolini (Clantos), es parte de una indagatoria en la que el autor se descubre y descubre para los lectores la ambivalencia que involucra el canto y el llanto, especie de “Género literario cuasi poético que se origina cuando se quiere ‘cantar las penas’ pero el llanto no lo permite. La escritura del canto frustrado (que ya no se puede cantar más pues en cada intento el llanto recrudece) conlleva a la catarsis del autor. El Clanto es un testimonio más del secular esfuerzo de mitigar el sufrimiento por medio de la expresión artística”. Palabras que Pierre Ménard dejó al desgaire en una monografía por allá en 1900 y que nuestro autor de hoy, el poeta y dramaturgo calaboceño Loreto López, recoge sin abandonar la curva que suelen las sonrisas entregar luego de una travesura de su dueño. En efecto, este “género”, donde también el teatro juega su papel, representa —si se quiere— la clásica imagen de las máscaras de la tragedia y la comedia. Entonces “Clantos” flota en esa provocación de quien nos invita a leerlo en este libro publicado por El perro y la rana (Caracas, julio de 2008).

Se trata de un libro para deshacernos de intimidaciones propias de los manuales que nos dicen cómo hacer poesía. Este propósito de Víctor Loreto nos releva del compromiso de sabernos protagonistas de un trabajo donde el intimismo y la seguridad de la niñez, a veces tomada como amarga, se nos convierte en imágenes y movimientos. A una pregunta de qué tiene que ver la niñez con todo esto, vale esta respuesta: Nada. Como la que podríamos darnos a la hora de saber el origen casi cuestionable de la realidad, esa que nos empuja y desequilibra sobre estos textos resbaladizos. Quiero decir: Libro glosario que trata de interpretarse frente a los lectores, de abrir un espacio, una motivación, en tanto que quien escribe, desde el silencio y la intención apócrifa, se transforma a la larga en otredad colectiva, que es lo que ha pasado con Loreto López, hombre de escena pero también de mesura en su acontecer personal: las máscaras (másjara) podrían definir a quien sabe que esta palabra significa bufonada, burla, teatro, en el viejo y siempre presente árabe de nuestra herencia cultural, que unida a “persona” concluye la faceta de quien actúa o escribe.

 

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Sometido a varias pruebas de gravedad, el poemario de Víctor Loreto transita una madurez propia de quien ha descubierto que es posible ir más allá de la colocación de versos para armar un poema. El autor es un provocador de oficio. Es decir, experimenta con el lector, le lanza el anzuelo y lo deja allí hasta que éste queda atrapado por la boca de leer. Esta manera de ser en la escritura se cuestiona desde el yo de un personaje (enmascarado al fin) mirado con los ojos cerrados. Construidos en medio del ruido de la calle, del teatro, en la intimidad silenciosa de una habitación o en una trifulca callejera, estos versos cantan para celebrar, pero también para cuestionar, así como para llorar, toda vez que revelan la fragilidad humana, así como la estupidez añadida a cada dictum cotidiano. Canto y llanto sintetizan a ese animal de carne, hueso y espíritu que se extravía en una avenida y termina divagando en el cosmos.

Son páginas abiertas en los que cada poema multiplica los temas. De manera orgánica se arma el libro, premeditadamente pedagógico (en el estricto sentido de la palabra, no escolar). Se hace palabra a palabra hasta confirmar que cada una de sus partes es un cuerpo con significados distintos y plurales. El autor dinamiza el contenido con un diccionario donde queda a suerte del lector tomarlo o dejarlo. La libertad es un ejercicio personal. También los prólogos amplían la respiración del libro: Rafael Alberti, Thomas Stearns Eliot y Arthur Rimbaud ambulan por esta lectura.

 

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Nuestro autor, premeditadamente, navega con Carlos Marx, se somete a los designios del dolor ajeno y participa de ese adentro donde lo social, el humor y el desenfado ácido fabrican el imaginario de quien dice y desdice —o contradice— desde el mismo poema. Nos acerca a pensar el poeta de esta aventura a soltar las amarras para decirnos que es posible regresar a ciertos lugares, a ciertos tiempos, a ciertas ausencias y olvidos donde susurra la poesía, la que en otras horas nos hacía inocentes, aunque luego hayamos sentido que la culpa también es una buena excusa para trazar las líneas donde nos veamos las dos caras, la de cantar y la de llorar.

Cierro este corto viaje con estos versos: “Aunque se compre / con el oro de la palabra / una inundación jamás será / agua muerta”. En efecto, la muerte está en otro lugar. El agua sólo se acerca para comprobarla. No obstante —sigue la porfía—, en la parte final del poemario radican los “Clantos presos”: escritura que se puede leer en las paredes y en algunos papeles sucios de los encerrados, quienes añaden al final su nombre, su mote, la germanía de su sufrimiento o de su burla. Especie de Juan José Tablada en Tocuyito o en La Planta. Dejemos al lector que especule o invente su propio “clanto”, su propia dimensión como parte del poema.