Los caballos de Zapata

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“El caballo rojo” (1974), de Pedro León Zapata

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Más que caballos, los de Zapata son apariciones. Se trata de imágenes que hacen alusión al tiempo, a las riendas que alguien le propuso a la historia para intentar doblegarla. Jinete a pelo, centauro o bandolero que herró con los cascos los campos de un país empobrecido.

Caballos desmelenados, con el cuello torcido hacia el pasado, perseguidos por la centella del viento. Son caballos ilusorios, como los prometidos por los patriotas, los realistas, los federales, los gomecistas y hasta por los Maisanta y Arévalo Cedeño regocijados en la espuma que el potro reventado regaba por las sabanas.

Sí, definitivamente, son caballos pegados a un hombre. Como aquellos que llegaron a México y fueron confundidos con dioses. Es Miguel Aceves Mejías bailando, adherido a la silla, a la carne de la montura. El otro Zapata, de sombrero ancho y campesino. Es Florentino en plena carrera sobre el agua arenosa de la sed, mientras el diablo esbozado lo persigue para quitarle el escapulario de la Virgen del Socorro. Son caballos flamígeros, llenos de una poesía de sombras, lamidos por la noche de un tiempo terrible. Son caballos-hombres alucinados.

El caballo desatado del botalón, el caballo candela, el caballo humo, el caballo bajo la tormenta de la muerte, el caballo del escudo nacional, tan blanco como el caballo blanco de la patria, el caballo loco de nuestros abuelos, el caballo silencioso de Ledesma, el caballo de Zárate, el caballo de Boves, el caballo de Nicolás Llovera, el caballo maniático del Tuerto Vargas, el caballo cimarrón de la barbarie en Doña Bárbara, el caballo filósofo bajo un árbol incendiado, el caballo calavera de los lamederos del Guárico, el caballo bíblico del Apocalipsis. El caballo venezolano con el vientre abierto y las tripas pegadas de los mastrantales. El caballo díscolo y epiléptico de Páez.

Detrás de ese caballo de Zapata se fueron los hijos de la Loca Luz Caraballo, los mismos hijos que regresan a Pedro Pérez Delgado a pacer en Santa Inés con el de Zamora, mientras los cadáveres del día remueven el cielo enzamurado.

Como en la anécdota apureña: vientre refugio del perseguido. Caballo podrido, navío de la ancha corriente, en procura de salvar la vida.

Caballos, puros caballos. Un bosque de caballos, inocentes de quien los conduce. Bestias frutales del diablo. Caballos universales, criollitos, cuarto de milla reventado por el odio o la libertad.

 

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Caballito de palo, el que aún jadea detrás de la puerta de la infancia. Ese está a punto de relinchar: el caballo más bonito de Aquiles, el que cagaba flores y retozaba con un paraíso en los ojos. Pero ese es otro caballo y otra historia.

Y así, los caballos de Zapata, los de Pedro León, los que dibujó y pintó y regó por el país hace unos años, a comienzos del siglo que comienza, a comienzos del siglo que nos consume entre caballos tristes en el Llano de Apure, en los arenales de los ríos que llegan y se cristalizan en la mirada de los esqueletos que el trópico siembra en toda la geografía de Rómulo Gallegos.

Los caballos de Zapata cuelgan de las paredes. Cocean en silencio de la paz de muchas casas y se sacuden el rocío de la locura de la guerra. Por allí anda la Independencia de Venezuela llena de palabras y silencios. Por allí andan los caballeros de las batallas, sordos de tanto ruido contemporáneo. Por allí, cerca, podemos ver a quienes daban con el rejo en los ijares del potro de quien se desapareció en la noche y sólo dejó el olor que el diablo frecuenta en cada pedazo de este continente. Caballos ahogados por su propio relincho. Relevados por las gusaneras, por el martirio de las llagas en las ancas, por la costura de la herida en los ojos, por las moscas en la gangrena de los cascos. Esos caballos siguen vivos detrás de los huesos de quienes aún andamos por estos predios ahumados.

Caballos fantasmales. Caballos de Calabozo y Guardatinajas. Caballos de El Miedo y de El Frío. Caballos de Monagas. Caballos marinos que salen de la arena y se sumergen en la linfa de todos los nombres de otros siglos. Caballos de Pedro León Zapata. Caballos arrejuntados con cabras, mulas y burros flautistas. Caballos de adorno, de cerámica pulcra. De lujos y crines contra el viento. Caballos fuera del poema. Caballos poemas. Caballos criminales. Inocentes. Caballos de Zapata, pues.

 

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Más que caballos, los de Zapata son apariciones. Fantasmas que relinchan sin luna en los ojos. Con los belfos inflamados, leídos por los animales de la nocturnidad. Son caballos que llevan el sudor de todos los jinetes del tiempo. En uno iba el hombre sin cabeza. En otro un libertador. En otro el Llanero Solitario. Cada caballo merece su jinete. O mejor, cada caballo lleva un jinete en la conciencia, aunque no tenga conciencia ni jinete. Cada uno de estos caballos del pintor lleva en el trazo la sangre del olvido. Zapata nos recuerda el mundo a través de caballos. Los caballos de Zapata nos hacen caballos. Nos modelan menos personas porque perdimos el caballo en la huida hacia el poniente.

Los caballos de Zapata, el pintor, el dibujante, el hombre de este país, son una insignia, gestos y palabras de un país que se hizo caballo y no ha dejado de serlo, para dolor de quienes saben que el caballo es inocente. Aquellos hombres a caballo ya no son dibujables con el trazo que utilizan quienes creen que los caballos rebuznan. Y que los burros, los asnos y borricos, sobre todo los sabaneros, me disculpen. Es que hay tanta gente disfrazada de caballo que lo denuncian las ancas postizas.