Andrés Eloy BlancoAndrés Eloy Blanco
En el costado de olvidar

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a Baltazar, el viejo

1

El hombre recibió el golpe en el costado de olvidar, donde el dolor se vuelve frecuencia, pero finalmente se convierte en contusa difamación, en vuelta de tuerca para que los que están lejos especulen o diseñen un funeral pomposo, sin las palabras que sólo él sabía ajustar al clima del silencio que su propio cadáver le inspiraba.

Sólo supo cuando las costillas y el cráneo fueron tocados por el metal frisado del vehículo. La ciudad cantaba en el sur, y Pedro Infante desquiciaba ventanas con su voz de muchacho malcriado y enamoradizo, buscador de broncas.

Ese día quedó marcado en el almanaque: 21 de mayo de 1955. Había nacido el 6 de agosto de 1896 en la ciudad oriental de Cumaná.

 

2

La muerte es sólo un rasguño, se dijo cuando el desmayo, que era la muerte disimulada, daba vueltas sobre los primeros edificios de Ciudad de México. Un torbellino lo empujó levemente hacia la calle Sucre de Cumaná donde la Iglesia de Santa Inés sigue presagiando el suicidio en Suiza de José Antonio Ramos Sucre. Cruzó la esquina donde las llagas de Cruz María Salmerón Acosta supuraban la bendición de una anciana ciega, y supo que él también ya formaba parte de ese cortejo donde las palabras no tienen sonidos.

En 1923 se gana el Premio de la Real Academia Española con el poema “Canto a España”. Y pocos años después, entre 1928 y 1932, preso como muchos jóvenes venezolanos, escribe los poemarios Barco de piedra y Baedeker 2000.

En su olvidado espíritu de lobo rompe la noche y sabe que el cuerpo tiembla porque el silencio es demasiado denso y largo, como las playas de su pueblo, donde alguien tendrá algo que decir para no sentenciarlo.

Sólo tuvo tiempo de colocar la mano sobre el capó del vehículo (la imagen parecida a la de José Gregorio Hernández, en 1919, en aquella Caracas donde circulaba un solo Modelo T). La trampa de hierro lo golpeó con fuerza y lo privó del aire que ahora es ahogo. La cabeza chocó con el pavimento húmedo y sucio.

 

3

¿Dónde aterrizó finalmente la aeroplana clueca?, le preguntó al niño que se le iba por los ojos ya opacos. Por la pronunciada nariz comenzó a brotar sangre. Y pensar que Pinocho estuvo en Cumaná cerca del casco colonial, a la edad de ocho años cuando el guardapolvo del colegio llegaba sucio de tierra porque Andrés Eloy se cobraba las afrentas de un apodo que nunca le gustó. Y la nariz rota por el puñetazo, húmeda de lágrimas mientras la tarde se escondía más allá de Araya. Allá, en el pueblo salino, murió Cruz María, leproso, azul de metileno con la mirada de Lázaro y el perro que andaba en su poema, ahora extraviado. La barca que llevaba a Andrés Eloy pasó cerca de Manicuare y el “Canto a España” se convirtió en un pergamino y una fama floral en tierras de Santander, en la tierra amada de Cervantes, que es ahora una pregunta bajo el cielo oscuro del lago de los mexicas.

En 1937 entrega al público el drama teatral Abigaíl. En 1941 comienza a escribir en El Morrocoy Azul, periódico de opinión fundado por Miguel Otero Silva.

 

4

—Yo le vide venir —un silencioso— en la voz gruesa y elegante de mi padre. Con “Florinda en invierno”, con el barco de piedra hundido en las costas de Venezuela. Yo lo vide desde Quevedo. O desde la flauta de un quejido mientras lo embalsamaban bien lejos, para convertirlo en anécdota, en imagen de todos los días.

En 1946-1947 desempeña el cargo de presidente de la Asamblea Nacional Constituyente. Un año después se exilia en Cuba. En 1949 se instala en México.

 

5

El hombre creyó detener el golpe, pero ya todo estaba dicho. Una marca en los ojos y qué lejos queda Caracas. Qué muerte tan hondo, dijo alguien bajo el alero displicente de una casa cumanesa. ¿Dónde quedará el hueso más pulido de Dios? ¿Con quién ando en estos días cuando sólo el frenazo me despierta, como si se tratara de un disparo? ¿Por dónde queda mi tumba?

El golpe lo atontó, lo dejó tendido como un niño perdido en la gran ciudad. Sólo la mano que intentó detener el dolor parecía pertenecer a quien un día silabea el silencio. Sólo esa mano que escribía y dibujaba pajaritas de papel para espantarle el miedo a la redondez de la muerte. Por allá debe andar aún, tirándole piedras a los bombillos de las calles de Cumaná. Un rostro de mujer asoma por la ventana. “Me llaman”, abre la puerta y entra a la casa con calle y todo. Había olvidado que estaba muerto. La mujer en el jardín de la casa le sonríe.

En 1955, el mismo año de su muerte, es publicada Giraluna.