“Un detalle: colocar la mano extendida sobre una pared antigua”Notas sueltas para matar el tiempo

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1

Una distancia ubica la palabra en un lugar. Pierde su sonido y alcanza el cuerpo visible del tacto. La palabra, signada por una respiración permanente, se transforma en movimiento, en quietud, en mirada inatrapable, en sombra que huye hacia la luz.

Si la palabra desciende a los infiernos y se sacude el polvo del viaje, tendremos el instante de la imagen. Alejarse, siempre alejarse hasta regresar convertida en lectura, en miedo o inocencia.

Los sentidos formulan la presencia o ausencia de la palabra. ¿Para qué sirve la palabra si no para masticarla, escupirla, desaparecerla mediante un juego en el que sólo quede como espacio la nada, el silencio penetrante, audible, sin color, sin olor, sin miradas, sin pronunciación, a la distancia del vértigo?

La palabra se hace cosa, entra en la cosa, figura la cosa, es la cosa. La nombra sin decirla, se hace con la cosa. Cosa y palabra se insertan en el silencio: allí la imagen, la poesía entera, sumergida en los bordes y orillas de una sintaxis oculta. El poema, el cuerpo que la palabra inventa, no es la poesía, la imagen que el poeta enarbola. La poesía es la imagen, el alejamiento, la muerte —a veces— de quien se somete a la fabricación lenta, oscura o luminosa del texto. Poeta y poesía se imbrican, se hacen imagen. Entonces, el oficio reclama la presencia del vacío, del silencio, y ellos otra imagen consagrada por el despojamiento, la mesura de lo no dicho, porque lo no dicho, lo guardado por el silencio, podría ser la imagen de estos tiempos. Decir para guardar silencio. Cerrar los ojos y decir para entrar en la voz que espera, la página arrasada por la presencia muda de algo que no se mueve.

 

2

Todo lo que el ojo intuye está rodeado de nada. De vacío. El espacio que ocupa es la conciencia de quien suministra carácter real a las cosas. Si de las cosas emanan nombres y temperaturas, la nada se vigoriza porque es como contradicción.

El pintor traza línea y color. Hace de los volúmenes estado material. Cada trazo es un espacio que nombra. Cada instante de ese nombre pronunciado enuncia un vacío, que en contraposición al todo también nombra la nada. En el lugar de la jarra, donde antes estuvo, existió —o existe ahora— una temporalidad que pronuncia la ausencia de la jarra. No quiere decir con esto que la ausencia del objeto sea la nada porque ya en ese lugar estuvo la jarra. La jarra sigue siendo allí pese a su ausencia. La nada es una categoría independiente, separada de la idea de que antes hubo o estuvo algo allí, en el sitio ya desalojado.

El movimiento de la nada es el desplazamiento del objeto en el momento en que éste se aleja. Es una metáfora, una imagen ausente, el peligro de presumir que algo ocupa ese lugar, aunque el lugar también sea sustancia de la vaguedad del vacío. Es decir, el lugar forma parte de la nada, de lo que la conciencia cree simplificar con los sentidos.

La primera persona acude en ayuda: digamos que ando con mi sombra. Ella ocupa un espacio que ya no es mío, sino una prolongación del cuerpo, el escape del cuerpo hacia otro lugar donde se combina con la luz para fabricar un yo sin conciencia, sólo imagen de un cuerpo estático o en movimiento. ¿Pero qué puedo encontrar dentro de la sombra? ¿Qué puedo saber de ella? Sólo el espacio que ocupa, porque dentro de ella hay “algo” que me empuja a descubrir. Pero no descubro nada. Al desaparecer de la luz, también desaparece la sombra, de modo que ella es un “yo” que se agiliza gracias a la conciencia que tengo de ella. Así la nada: en la sombra atada a su propio silencio está la nada, concepto desplazable según la conciencia que se tenga de la sombra.

 

3

Otra manera de inventar, de crear este espacio verbal para regodeo de quien lo escribe. Se trata de un juego en el que el lector, harto de tanto deshacerse de él mismo, afirma la inutilidad de estas ideas. Pero qué más da. Voy de nuevo:

Un detalle: colocar la mano extendida sobre una pared antigua. Las marcas, las grietas, el color del friso, las arrugas que se instalan en una sensación de vieja permanencia. Esa posición, mirar desde la propia pared, sentir que el muro ha sido recorrido incesantemente por la mirada de quienes moraron en la habitación que ahora es una curiosidad, nos repite en los cuerpos ausentes, retirados a otro lugar donde la tangibilidad es sólo una referencia.

¿Quién nos habita para decir que una impronta podrá revivir un gesto parecido? Muevo la mano y son Felipe II. Hago una mueca y Berceo se sacude el frío invernal mientras refunda los sonidos de un idioma que nos precipita a la eternidad.

Extraño detalle: coloco la mano y me hago primera persona, invasor, renuente invasor porque intento negarme a rozar la mano de quien tocó primero el muro y buscó en sus grietas. No es el tiempo, es el movimiento que ejecutó ese protagonista de la soledad en el momento de mirar por la ventana y saber que en pocos días el otoño hará caer las hojas de los árboles.

 

4

Como obsesión, la mirada no termina en el cerrar de los párpados. Las miradas se quedan instaladas, no desaparecen. Sabemos que si hemos mirado —antes que tocar— la pared, alguien lo había hecho anteriormente. Estamos mirando sobre lo ya mirado. Miramos sobre la ya mirado. Creamos capas de miradas sobre una pared que posee huellas invisibles, rasguños de ojos o penetraciones de una sintaxis sorda, líquida. La mirada toca, luego la mano toca la mirada.

Ociosa podría parecer la gesticulación, el desplazamiento de la mano hacia la pared. Hay un tiempo que obliga a desechar el intento. Pero lo hacemos, ya no soy yo, es la mano de una mujer desnuda, consciente de que el mar se agita contra la zona anterior del mismo muro. Un espejo está detrás del ojo. Pero la pared, la que de una manera sabemos es la del cuarto de Bull Shit, sigue frecuentada por la misma mirada, aunque sean distintos los ojos. Los ojos otros.