“Diario de aguas”, de José Ygnacio OchoaDiario de aguas

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El agua se desliza por los meandros del poeta. Podría leerse en cada uno de sus cauces las veces que el río lo mojó y lo secó bajo el sol. Podría decirse del Caramacate, corriente amarilla, lenta y descuidada que pasa por San Sebastián de los Reyes. El agua, entonces, es la mirada de un hombre que escribe bajo el rigor del trópico. Así, entre nubes, surge la poesía, la voz de Miguel Ramón Utrera hecha agua, silbido líquido, palabra que inunda las calles del poblado y traduce el susurro que entra en el bosque, en los hierbazales cerca de las cuevas donde se iluminan las creencias, los misterios.

El agua se hace libro dedicado al poeta. De esta manera lo ha confesado en el epígrafe de su poemario José Ygnacio Ochoa, Diario de aguas, publicado por Ediciones Estival. Edición que precede otros títulos que ya han comenzado a darle la vuelta al país.

El agua corre por este libro en cuyas páginas respira el poeta Utrera y en el que aparecen códigos que revelan la pasión de su autor por el viejo juglar del sur de Aragua. Ochoa lo canta con la presencia del río que pocos nombran por no conocerlo. Ochoa lo hace poesía de agua, con el mismo líquido de sus versos apagados detrás de todos los elementos de la naturaleza. El agua de este libro es una metáfora a quien se dedicó a inventar un paisaje. Un viaje por cada uno de los mitos y rincones de San Sebastián.

“Se construye una historia de desalojos / desencuentros con iniciales / escrúpulos agobiantes / desde el comienzo / un final que se deja / escurrir con el requiebro / solapado entre la esperanza / el árbol con su rama / anclada en el cauce / del agua tibia”. Así comienza este poema, este libro poema que hace al viejo poeta parte del agua que discurre o se queda.

Doce veces Ochoa usa la palabra poeta y una vez el apellido de quien habla. Poeta en docena y Utrera en soledad para recogerse en el agua que Gaston Bachelard ha hecho teoría para entrarle al poema. El agua es, lo dice el teórico francés, cuerpo inocente, inicial, íngrimo, desnudo, puro, ensoñado, dulce como agua de río o de lago, que no de océano, porque los mares no son nada inocentes, contienen todos los viajes y todas las miserias del mundo.

José Ygnacio Ochoa confirma el inicio de esta aventura: “Memoria / pedazos alojados / en el olvido celestial / acompañado con la voz / del poeta en su canto / que nunca acaba”, y lo destina a ser aparición en cada una de las páginas que escribió para que Utrera se moje una sola vez el rostro y las palabras. Bachelard lo asegura: “No nos bañamos dos veces en el mismo río, porque ya en su profundidad el ser humano trae el destino del agua”.

 

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La poesía es voz líquida. La palabra, su semilla, germina. Por eso el habla del agua es coherente, comprensible, potable, legible. De esas cualidades emergen los sonidos, la paz y las corrientes normales del río. Un río no es río cuando llueve en sus cabeceras, cuando se desborda. Se convierte en monstruo, en caos, en aquelarre, en muerte. Un río para serlo tendría que ser apacible, de lo contrario habría que verlo como humano. Los ríos y los lagos producen poetas. El mar, el océano: narradores. La acción del mar relata la épica, los viajes, los crímenes, la traición y el asalto. El desplazamiento de los lagos, dentro de su cuenca, habla, musita, imagina. Cuando inunda deja de ser lago, es devastación. Igual el río: siempre será un viaje, nuevos paisajes, ensoñación.

Por eso dice José Ygnacio Ochoa:

Deja que el agua
diga con su movimiento
lo que no pueden
decir los ojos

Una página más adelante el poeta de Diario de aguas escribe:

Recorre el estanque
con la mirada de la distancia

Y así, para expresar la última estación de agua, deja esta imagen:

Tanto andar y no llegamos
al final de la palabra.

Por todo eso, el poeta rinde “culto a la comarca... en su deambular con el juego / de las aves al frente del ventanal claroscuro”.

 

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Biografía de un poeta a través de un elemento. El agua elabora el nombre, lo pronuncia. En el recorrido, en el ámbito del poema, su autor sólo dice “poeta”, “el poeta”: lo figura, lo dibuja, lo amasa con agua del río y de la lluvia. Adánico, comienza a nombrar lugares: “Fluye el caudal del río / la alcantarilla / está en Pedregal / al lado de la / casona sola / del poeta”. El personaje es trazado en pocas palabras: “Quien deambula en su soledad / manifiesta el silencio”, y así, Utrera, el aún no mencionado, transita con el silencio la única calle que de memoria lo reinventa.

Recuperado el aliento, luego de calles y miradas a diferentes rostros, el autor escribe como para justificar el intento de saberse parte del mundo recorrido: “En el camino nos encontramos / con un túnel de árboles que une / a las dos vías / norte / sur / aquí / allá / sobre el ocaso de un diario de aguas”. Entonces encuentra el motivo, la voz del libro, el título de esta cuenta pendiente con una biografía.

El viaje, luego de entradas y salidas, converge con esta estación:

La soledad de su nombre palpita constantemente
en el aliento intenso de la palabra de Utrera
son palabras continuas
noche
día
vigilia impulsada por cánticos de seres
inmaculados.

El agua corre por los meandros del poeta. Utrera es el poema. Su autor, en este periplo incesante, José Ygnacio Ochoa, aún se pregunta en qué río invisible estará instalada la mirada de quien inventó una comarca y le dio nombre al universo.