Estatua de Cristóbal Colón derribada de El Calvario, CaracasElegía sin estatua

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1

Entre Felipa Moniz y el cartógrafo Toscanelli la muerte armó sus sílabas. Mucho valieron las noches: en adelante, los gatos se amancebaron con reyes y cortesanas. Vino a cuento lo del huevo y la redondez de la Tierra.

Y entonces, con la tragedia a cuestas, se llegó al lugar de su gloria, martirio de tantos cadáveres y vidas. Por el fondillo del yerro, la caída de quien por años mantuvo el brazo estirado hacia algún lugar de la bruma caraqueña.

Cristóforo, muerto como desde hace siglos, se fue al más allá en la creencia de que había arribado a Asia. De modo que fueron asiáticos quienes lo bajaron de su altura.

 

2

A gatas, entre las arengas de los mismos que vinieron con él, los operadores de la guillotina. Cortado por las piernas, los huesos de Colón ambulan la miseria del tiempo.

¡Vengan los fantasmas, Diego! ¡Vengan a entregarme a la muerte, la deseada, la de bronce moldeado, la muerte, la gran puta!

Un letanía amarga, un latido en las sienes. Una herida mortal para la muerte.

Un hombre blanco leyó el veredicto. ¿Cuántas muertes para alcanzar la muerte, la verdadera muerte que camina por los labios de los empalados, por los frenillos de boca de los ajusticiadores? La venganza siempre llega, grasosa, bajo la lluvia.

Aún faltan algunas tragedias para hincar la rodilla sobre la muerte de la muerte.

 

3

Y en el horizonte desvaído, los truenos de las próximos lluvias. En los cerros cercanos, el clamor por una nueva dicción cotidiana. Ha pasado el tiempo. Letra muerta es la vieja consigna colonial, el áspero desafío a los nativos, desmembrados por las sílabas de aquellas sospechas con barba. Se trataba de gramáticas amalgamadas con la flora y la fauna de una tierra desconocida. El calor y las aguas arrastran las epidemias ante los ojos afiebrados de los recién llegados. Y el almirante, con el dedo fracturado, duerme su eternidad en un sótano.

En las calles, la algarabía, la insensatez y el crimen. En las casas, las manos que redondean el alimento, el consejo a los hijos, la diestra sobre una rodilla inútil, acalambrada por el temor a salir pelear con fantasmas.

 

4

En algún lugar oscuro se rebelan los gusanos sobre la carne pútrida. Del Almirante no queda nada. La mirada orgullosa sobre el horizonte del Nuevo Mundo. El dedo fracturado. Las piernas rotas. La nariz quebrada, atenuada por el mordisco de los días. Y mientras se suceden los días, también acaecen los odios, esa semilla ácida que arrastra el miedo de los más inocentes.

Por las calles de la polis la suela gastada de unos zapatos. Unos cuantos denarios en las muelas podridas del Comendador. La llaga silente en las tripas y el vigor de aquel siglo XVII apestoso, cabritando sobre los ijares de las prostitutas recién llegadas de las Antillas. Tantos ojalá para que no haya cadáveres expuestos al sol, como las guerras que luego sucedieron y dieron al traste con la poca gobernabilidad que existía, más allá de la esclavitud, el abuso, la usura y tantas más quejas que hoy siguen ardiendo en el cuerpo y en el alma.

La mortificación de las pelucas. La redención de los trajes tiesos. La muerte de quien reniega y hasta se hace el loco en pleno siglo XX. Y con la llegada y del XXI mascaradas, incertidumbres. El Almirante sueña, no deja de hacerlo desde su mutilación. Es una simple estatua, grita un desaforado. Y es verdad. Es sólo bronce italiano.

 

5

Una elegía para quien calla y muere eternamente en un sótano, en un patio, en el vientre hinchado de una historia que no termina de definir su gramática.

Una elegía agreste, pedregosa, barrosa, contaminada por los gritos de quienes se lanzan desde lo alto y terminan destripados por los camiones, por las ruedas del tiempo, por el engranaje de las horas que ya pasaron.

Sólo queda la ruina. Un montón de palabras arrumadas en la puerta de una casa abandonada.

El silencio se arrastra como un reptil.