Ilustración: Leon ZernitskyCansancio

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1

Ese día prometí no hablar más. No abrir más la boca.

Los que me conocían saben que cumpliría con la promesa de no pronunciar palabra alguna. Juraban que lo haría, que no dejaría escapar el más mínimo de los susurros, razón por la cual habría que tener cuidado con esa conducta cercana al suicidio.

“No hablar acerca de la muerte, del desarraigo. Si él no quiere hablar, pues que no lo haga. No lo obliguen. Le hace un favor a la humanidad, necesitada de silencio”.

 

2

Ese día comenzó la tragedia de los más cercanos. Un silencio áspero acaparó todos los espacios de la casa. La madre de Francisco asumió con dignidad la decisión del empecinado hijo. Pero se le veía en los ojos las ganas de arrancarle una frase, una palabra que pudiera expresarle la razón por la cual había dejado de abrir la boca para hablar.

En vista de la tozudez de Francisco, doña Mercedes decidió acompañarlo en su épico autocastigo. Los dos estaban sentados —cara a cara—, mientras el resto de la familia, los visitantes y los curiosos hacía apuestas de cuál de los dos rompería con ese extraño voto en una casa donde nadie se queda callado frente al más insignificante de los sucesos.

 

3

Una semana después de la determinación de doña Mercedes, Francisco cayó en un letargo profundo. El cuerpo se enfrió a extremos de muerte. Pero la madre no abrió la boca. Pese al estado del hijo, quien permanecía sentado con la mirada extraviada, la madre no daba muestras de preocupación alguna. Los que hacían guardia en caso de que alguno de los dos decidiese regresar o caerse de la silla, bostezaban y esperaban ansiosos que abandonaran esa “extraña promesa”, puesto que para muchos se trataba de un problema religioso, de una deuda con Dios, de una flagelación espiritual.

Cuando todos habían perdido el interés, pasados los tres meses de silencio, Francisco salió del letargo, se levantó de la silla y se le acercó a doña Mercedes, quien pestañeó en el momento en que el hijo le sopló la cara. La mujer sonrió, entonces el hombre regresó a su posición original y cerró los ojos.

 

4

Un día, olvidado el mundo de estos empecinados seres, la hija menor de doña Mercedes entró a la habitación y se tropezó con unos huesos. Llamó al resto de la familia y ordenó una misa por el descanso eterno de sus parientes.

En medio del rito religioso, se oyó la voz grabada de Francisco, quien le respondía a doña Mercedes una pregunta harto peligrosa:

—¿Por qué te quedaste en silencio?

—Por la misma razón que tú lo hiciste, madre.

—¿Por cansancio, por agotamiento?

—Por eso y por más, pero no importa.

Los feligreses, familiares y amigos, miraron al sacerdote con el ceño fruncido. Éste, con mucha calma, apagó el grabador y encaró a los preocupados asistentes:

—Nada, que ellos decidieron lo que decidieron. No hay más palabras. Quien tenga algo que indagar que le pregunte a los hermanos Francisco y Mercedes. El cansancio es una prolongación de la vida. Sin él es imposible entender la muerte. De modo que váyanse tranquilos a sus casas y no hablen más de este asunto.

Todos salieron en silencio, sin entender nada.

El cura encendió de nuevo el grabador, una vez solo en la iglesia, y escuchó:

—¿De qué vale, madre, haber escrito y leído tanto, haber hablado tanto si no llegamos a nada. Yo me cansé de las palabras.

—Sí. Eso lo entendí cuando tomaste la decisión de cortarte la lengua por haber delatado a tu padre. Yo sí cumplí. En estos momentos debo tener la boca llena de gusanos.

 

5

El día que me senté en esta silla pensé que ocurriría lo que ya pasó, excepto saber que me habían cortado la lengua y darme cuenta de eso cuando la muerte ya era inevitable.