Ilustración: Tanya MartinRetazos de otros días

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Regresar del susurro

Bajar las escaleras y sentir el silencio acuoso de la mañana. Poner el pie (derecho o izquierdo) y contar y recontar 1, 2, 3, 4, 5, 6... hasta que el infinito nos diga que las horas se han encargado de manchar la espera.

Colocar las plantas de los pies muy juntas, a una distancia prudencial, para que cuando vengan Hércules Poirot y Edgar Allan Poe tomados de la mano se silben al oído el secreto de algún homicidio no resuelto. Cuestión de estilos, de silencios y susurros que incursionan por la boca abierta del cadáver asistido por los detectives. “Déjenme pensar en el lóbulo animal, en la huella dactilar de la mano derecha, en la pupila retraída”. Quedarse con las manos en el vacío. Buscar con qué vencer es soledad que se cuela con desgano por la escena del crimen.

Está allí el lienzo invisible, tentando mi imaginación, robándose la iniciativa. Con desparpajo casi infantil encaro la altura de la iglesia desde la cual se advierte la pérdida del equilibrio del niño sacristán, la caída, el agujero del miedo en el estómago.

Frente a mí el vómito. Mi cabeza reposa en la orilla de la acera. Me hundo en el mar. En el aire cubierto de nubes. El ahogo, el susurro en la puerta de la vieja casa. La escalera podrida por el tiempo.

 

El rostro

La mano comenzó a buscar en las arrugas. Los dedos, hinchados de líneas, adivinaron la forma de la cara. Y así enfrentaron la ira y el lamento. Hosco, el anciano inició una risa estridente, sin dientes, desde los labios apretados. Después, otra vez, la mano en el mentón y luego en los pómulos.

 

Se acercan con la noche

Las miré venir en medio de la oscuridad hacia los ojos desmesuradamente abiertos de la niña. La madrugada, la pesadilla, el agua por debajo de la puerta. Cuestión de camas y colchones. Cuestión de dormidos y despernados. Cuestión de espíritus burlones.

La inundación. No me pregunte usted por la ventana. No hay manera de salir. Mis amigos lejanos no vendrán. Aquellos que han vuelto los ojos con indignación ante mi cuerpo ahogado. Las hormigas comienzan con mis pobres testículos. El evento ya es noticia: la oferta del día: el color de mi carne en las pantallas públicas.

Con la noche llegaron. Se llevaron todo, hasta los deseos de escapar de la subida del lago. Allá, donde quedaba una isla, están los duendes, los muertos que jamás podrán llegar a tierra firme.

 

Escapes

1

A nocturnas de una sed infinita, paseo mis labios por una palabra jamás pronunciada. La saboreo sin miedo, sin ninguna necesidad. En medio de la palabra aparece el silencio. El momento de callar, de cerrar los párpados y desaparecer. Sigiloso el mundo cambia de sitio. La lluvia, su llegada inesperada, dice del escape.

 

2

La maldición a la belleza surgió de la boca del mendigo. Bajo el techo quebrantado el cuerpo ulcerado, agónico, a la llamada ecuánime. En medio de la peste.

 

3

Los guerreros van dejando la sangre: se mueven en un griterío insoportable: se someten a una locuaz algarabía.

 

4

Pasa el enemigo con su risa común. Me espera con el acecho en sus manos. Me deja pasar, me saluda. Siento el homicidio pegado a mi cuello. El cisne dobla la cabeza débil. Y toscas tempestades bajan a acariciar el puñetazo inesperado.

 

5

Si alguien se me acerca, huyo. Mis manos han abandonado la turbia daga. Me mueven antiguas maneras de desaparecer. Presiento que alguien llegará a mi puerta. Sólo oigo los secretos de quienes están a punto de entrar.

 

6

A diario, casi a cada hora, nos persigue la mirada de algún fantasma escondido bajo el manto de la impunidad. El día es escurridizo. Una mujer, colmada de duendes y doncellas, copula con la sombra, entre flores podridas.