“Más sobre el río”, de Francisco ArévaloTodos los ríos

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Dos ríos cruzan la existencia de Francisco Arévalo: el Orinoco y el Caroní. Dos fuentes verbales sometidas a la eternidad de la corriente. Ríos poéticos que hacen serpientes sanguíneas en los sueños y en la vida cotidiana de quien es un apegado a las palabras, a los sonidos interiores, a los malabarismos de las imágenes y al cuestionamiento de ciertas irrupciones humanas. Afirmo por esto que Francisco Arévalo también es esos ríos, a veces silencioso, la mayoría de ellas turbulento.

“Se me silenció la lengua buscando serenidad en la turbulencia de tu piel...”, confiesa en medio de un remolino desatado por la pasión de las mareas del viento de aquella tierra extensa y misteriosa. Sobre el cuerpo ondulante de esas bestias fluviales, el poeta construye el imaginario que el paisaje, anudado a la contemplación, dilata sobre el agua. Serena es la turbulencia, el carácter del río, de los ríos, igual al diario devenir de quien poetiza y realiza, de quien niega y afirma, de quien se orilla en el barro y amasa las voces del pasado y el presente.

Estos poemas líquidos de Francisco Arévalo, donde el agua también es sangre, circulan libremente hasta encontrar un delta, la multiplicación del verbo, la riqueza atesorada muy cerca del sonido marítimo del universo. Se trata del silencio, el que él convoca en la lengua que habla y saborea.

Luego están los misterios: una naturaleza que habla, que para muchos ha sido portátil, numérica por la cantidad de nombres y asuntos que la muestran ante el ojo y el poema. Estos ríos pasan frente al rostro del poeta, culebras de agua entre la espesura de la selva. De allí los maleficios del clima, de allí la geografía que redime y obliga: Angostura acerca y aleja una y otra orilla verbal. La palabra es una topografía. Un desliz de tierra y agua: barro.

Los ríos se multiplican, se agostan hasta ser uno solo: el gran río de agua, vegetal y zoológico. Cósmico además por lo abismado de sus constelaciones sometidas por las noches. En el fondo, un río es una mentira estelar. Un espejismo, como un poema. De allí su paso, su siempre despedida frente a un muelle, frente a quien lo mira y lo niega, a quien siempre sabe que es la misma corriente, la dicha por aquel que hace muchos ríos sigue en la permanencia de su avance.

“Me reafirmo en el muelle abierto y los remolinos delgados que rozan la piel / Obviar la causa del río al mediodía es un paso suicida”, pronuncia el poeta con un dejo de ensayo reflexivo. Mientras tanto, la corriente se hincha en los ojos del observador. Avanza pesada como un animal y “Sigilosa la bestia en los manglares”, se confunde con la muerte, con el vaho del miedo.

Y así, para no dejar espacio para la duda: “Movedizo motivo del Sur culebra de agua contra el párpado cerrado...”.

¿Fue el sueño, fue la muerte, fue un descuido en medio de la agonía del hombre que frecuenta el río con las palabras y el cuerpo, el que se dejó vencer por su impostura?

Ahí quedan los dos ríos, todos los ríos, todas las palabras que empujan hacia el infinito en estos poemas de Francisco Arévalo.

(Este texto es el prólogo de Más sobre el río, publicado por Ediciones Estival en noviembre de 2011).