“Una callada lujuria por la vida”, de Alberto AmengualUna callada lujuria por la vida

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1

Basta leer este verso para saber que el tiempo nos acosa. Para entender que Alberto Amengual es un poeta acorralado por el tiempo: “¿Cuánta arena le queda al reloj?” (p. 17). Y desde esta misma perspectiva, desde la lectura lenta de estas palabras, nos queda inventariar el resto del poema —donde reina la interrogación— para sabernos parte de este acorralamiento: “¿Cuántos rostros hermosos podré mirar todavía? // me hago estas preguntas cada mañana / y mi corazón se desliza lábil / hacia la angustia. // Aun así / idas para siempre / las emociones de la guerrería / mantengo / una callada lujuria por la vida” (p. 17). Sí, entonces, asoma los ojos la esperanza: la vida aparece al final de la reflexión y queda colgando al borde de una bulliciosa esquina. El poeta se detiene y describe desde el inmenso letrero de una pared huérfana el deseo de encontrar la belleza en una plaza, mientras encuentra el destino del universo en los ojos de un reptil tropical.

Veo a Alberto Amengual. Casi lo oigo decir:

Como nunca supe
aprovechar los momentos
intenté convertir en belleza
lo que se me volvió imposible
y así
de una acera a otra
terminé haciendo de mis intentos
una permanente idealización del deseo
... (p. 18).

 

2

Un hilo temático me conduce por la misma calle que Amengual transita a diario: la espera. Un hombre lleno de voces se estaciona bajo un árbol y descubre el mundo, se descubre. Revisa las viejas páginas de su memoria. El viejo Whitman lo tropieza y conversa con él desde las palabras de quien hoy nos convoca con este libro: “En otro tiempo / me soñé capitán de un barco invencible (...). Con él viajé por los mares / que mi ambición trazaba / Como la ironía de lo imposible / es dinámica y cruel con los recuerdos / guardo cuidadosa relación de sus travesías / para mantenerlo a flote” (p. 19). El barco es el mismo poeta. Su línea de flotación ha sido determinada por la memoria anclada en la angustia, la que lo hace expresar: “Estás allí con tu doble mirada / porque eres el rostro verdadero de los dioses / y lo sabes” (p. 21).

La mirada no se desvía de la realidad. Quien escribe respira un país, un territorio desolado, convertido en carne y hueso, en conciencia, en poema, en dolor, en el deseo de alojarlo y trasladar las dudas y los peligros que entrañan ser parte de la “ortografía” (p. 24) de la realidad, de la soledad personal.

Varias son las personas que constituyen el poeta. Muchos son sus rostros. De nuevo las preguntas: “¿Cuál máscara me corresponde? / Me dará ella algún día / el desdoblamiento necesario / que hace una la voz en el contraste?”. Dos miradas, una interior, otra en el afuera. Máscaras, caras más, caras menos, el poeta se revela, se devela y se hace saber parte del camino que a diario recoge, esconde y enseña en plena calle, bajo el árbol preferido, bajo el canto mudo de los pájaros, suerte de lectura donde permanece (p. 25).

La voz del poeta encara el pacto de los encantadores de serpientes y varias son las interrogantes que coloca sobre la realidad para desnudar la violencia, las contradicciones y dejar sin argumentos a lo que él llama la “generación sin asombro” (p. 269). La constante —la vida, la angustia de saberse vivo, atado a las necesidades más elementales— llevan al poeta a elaborar una poética íntima en la que minuciosamente continúa preguntando hasta llegar a esta conclusión: “En mi vida nunca habrá futuro / ni saltos hacia lo grande / en la minuciosidad del vivir / están la clave y la esperanza”. Así, contradictorios, poema y poetas respiran y se ahogan para después regresar y contar la angustia, la agonía del vivir. Desde esa oscuridad, de la verdad de “los hombres solos” (p. 28), Amengual descubre las cicatrices que la noche ha dejado en su memoria (p. 32).

 

3

La mirada del poeta advierte la lluvia que invade la tarde. Desde su estratégica costumbre hila una súplica que lo aleje de “lo demasiado humano / y mis enfermizos temores / de ser y no ser al mismo tiempo” (p. 36). Un poco más adelante, con la misma mirada puesta en el pasado, revisa la adolescencia, los años de distancia, algunos nombres míticos y la certeza de que ya lo ha alcanzado la edad de la reflexión.

Sueños, pesadillas, ebrio en la soledad, exiliado en medio de muchas noches, la amistad y el tiempo shakesperiano, la tentación alcohólica, hasta llegar a decir: “El tiempo ha pasado / sobre nuestro bohemio linaje / los cimientos se resquebrajan / la casa derrumba / las ventanas cerradas” (50). Una despedida de la taberna, aunque el aliento sigue intacto.

Alberto Amengual es el poeta. Respira como poeta y sueña como poeta, vive en la poesía de su desaliento, del tiempo que le corre por la piel y las venas. Pero le queda la memoria, que nadie podrá quitarle. Por eso cierra así el libro: “Esto ocurre ahora / cuando el deseo de vivir / es desesperadamente pleno / en un espacio que se angosta / y un tiempo apenas luciérnaga” (p. 51).

Alista la partida, el momento de cerrar un capítulo, donde el tiempo se hace tiempo en “el reloj ya sin arena / el fatídico mensaje / de un cuerpo que vuelve a su origen” (p.52).

Veo al poeta sentado frente a la tarde, mientras la anunciada luciérnaga comienza a recorrerle la sangre, en el cuerpo donde habita la memoria.

(Una callada lujuria por la vida fue publicado por la editorial El perro y la rana, en Caracas, en el año 2010).