Ponencia con Spiderman entrometido
El lugar de un lector desterrado de un relato

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Ponencia con Spiderman entrometido

1

Trepo con mi disfraz de Hombre Araña por el lomo del libro. Uso mancuernas y garfios, mecates y engranajes para poder ascender y, finalmente, abrir la tapa dura y colarme entre sus páginas. No soy Gorgojo Samsa. Soy Peter Parker, pariente de Kafka. Me pierdo entre los números del ISBN y las celdas del código de barras hasta adentrarme en las líneas de un epígrafe que no pude leer por la prisa en llegar al primer capítulo, encabezado por un sumario un tanto pedante y aleccionador.

He dejado a Mary Jane Watson colgada de una azotea mientras el Dr. Octopus intenta besarla.

Levo anclas con mis hilos invisibles. Es decir, suelto todo ese andamiaje de objetos y me dejo caer sobre el título de un microrrelato de Ramón Gómez de la Serna, “Brujería del gato”. Me acomodo como puedo y leo:

Por complicidad con la bruja había sido enjaulado el gato.

En tiempo pasado y sin máscara por el calor me dejé atrapar por el narrador y seguí:

Los inquisidores sospechaban que podía haber diablo escondido bajo la piel del gato y fue sentenciado a arder en pira aparte, porque podía haber pecado de bestialidad al quemar en la misma hoguera persona humana y animal.

Respiré hondo y continué:

Bien maniatado con cadenas, el gato brujesco produjo un repeluzno de escalofrío entre los asistentes al auto de fe. Había algo de caza luciferina en la presencia del gato.

La leña de la propiciación comenzó a arder y durante un largo rato se oyeron maullidos infernales, hasta que al final, ya consumida la fogata, se vieron sobre las cenizas dos ascuas que no se apagaban, los dos ojos fosforescentes del gato.

Los tiempos verbales se me confunden.

Me metí tanto en la trama que se me quemó parte del rabo. Soy araña con cuerpo de gato. Hedía a carne asada. Aún hiedo a Infierno, no al de Dante, al vulgar y corriente del catecismo. Llegado al final del relato pude ver a las personas que se alejaban del espectáculo por una esquina de la página. Felices, exultantes por haber contemplado con sadismo la agonía del pobre animal. Mi yo elíptico calcinado. La disolución de mi cuerpo, de mi traje de héroe literario, mi conversión evangélica para alejar las influencias del diablo. La reducción de mi pecado protagónico.

Pude ver los ojos ardientes del animal. De mi yo animal. De mi bestia interior. De mi araña y gatos negros metafóricos. En un descuido mío también pude darme cuenta de que la multitud había sido convertida en miles de ratones. Pude verlos con el rabillo del ojo derecho. Iban en fila, como en el otro cuento donde un flautista los guiaba no recuerdo a qué lugar. Yo los vi. Nadie me puede discutir lo contrario. Es decir, me incorporo y descoloco la objetividad del texto. Esa verdad que me ha convertido en un reflejo de gato con máscara de arácnido.

Desde ese momento tomé la decisión de formar parte del relato y revisar todo lo que se me atravesara en el laberinto de la lectura, aunque sólo quería ser un personaje. Pero lector y personaje no se contradicen. Se carnavalizan, se disfrazan plenos de humor e ironía.

Soy una máscara peluda, con dientes afilados y ojos encendidos.

 

2

He decidido contarme. Relatarme. Narrarme. Afiliarme a la historia. En todo caso, dada la moción de un jurado invisible, cercano a la muerte del gato de Ramón Gómez de la Serna, es mejor que alguien me asesine. Me saque de circulación. Flint Marko, El Hombre de Arena, por ejemplo. Mejor Gatúbela. Está muy buena. Que me borre malandramente del mapa del cuento que hoy pretendo protagonizar con todas sus aristas y escamas. Ya Platón de todas maneras me habría extrañado de su república, aunque no hago de poeta sino de gato/araña. Es decir, de aprendiz de cadáver de felino chamuscado con comiquita incorporada. Pero nada.

Es el día, no le temo a las citas citables. Busco la belleza en todas las entradas. La estética de la recepción, la de quien lee y se asoma sujeto y hasta objeto de miradas y relámpagos. Fragmentado, hecho pedacitos entre la ceniza. Digo no temerle a las entrecomillas, a la polifonía o a la intertextualidad, mucho menos a quienes me miran feo desde el público y han creído que he venido a esta Feria Internacional del Libro de la UC con una tesis de enjundias y laberintos, con un saco de sorpresas donde mitifique la crisis de los largos y grandes relatos, el sinsentido de la realidad. La morigeración de las pesadillas.

Mary Jane grita colgada de una ventana.

Soy un personaje autodiegético, digo, me narro yo mismo desde mí mismo. De allí que también sea un personaje/lector agónico, cambiante como el camaleón, como un X Men cualquiera, redondo a lo Henry James.

Soy parte de un cuento corto que hoy quiero poner en práctica en este auditorio. Aunque me pese. Así que le digo a quien me ha hecho parte de este asunto: “Ve, defiéndete solo, texto, tienes el lector que te mereces”, para testificar con la teoría de la comunicación en ausencia. Ausente yo, lector, ahora peregrino de gato renegrido. Casi ácaro.

Por ahí anda Violeta Rojo con el traje de la Mujer Maravilla. Y Armando José Sequera con los lentes de Clark Kent. Que me desmientan, total, puedo huir por una de las páginas menos peligrosas.

Duende verde agoniza. Me amenaza. ¿Qué tendrá que ver este par con este extraño sujeto?

 

3

Como no tengo nada que temer porque sólo soy una sombra, un líquido viscoso, un felino difunto, un simulacro, un montón de ceniza, un personaje ficticio, un bicho fragmentado, una araña despechada, me dirijo a ustedes, en eco con Daniel Pennac, y les espeto, desde los ojos del gato quemado en hoguera inquisitorial, Los derechos del lector, que son: El derecho a no leer, el derecho a saltarse páginas, el derecho a no terminar el libro, el derecho a releer, el derecho a leer lo que le venga en ganas, el derecho al goce inmediato y muy personal de las sensaciones a la identificación (debo decir entre paréntesis que no entendí este derecho, pero no importa. Mary Jane grita), el derecho a leer en cualquier lugar, el derecho a hojear, el derecho a leer en voz alta, el derecho a callar. Y yo le agrego: El derecho a lanzar el libro por una ventana. Es decir, el derecho romano y hasta el de los que se duermen cuando abren la tapa de un tomo, lo que también es un tipo de lectura. Y aunque personaje (diría que ya no soy lector) me dejo ver entre líneas para leerme la palma de la mano y saberme polvo cósmico, polvo funerario, polvo arácnido.

Mary Jane se aleja molesta con los codos y las rodillas escarapeladas.

Tengo mi lugar en el paraíso del cual ya fui echado de un libro genésico que muchos aquí han oído nombrar. Ya han intentado sacarme a patadas de Nueva York. Pero seguro estoy, desde el sitio en el que veo la agonía del animal, de que nadie en este recinto lanzará el texto al basurero. Digo yo, crédulo. Creo que el bicho en su sufrimiento guió al lector hasta las brasas de los ojos convertidos en linternas diabólicas. Y una araña entrometida apareció en escena. He allí el secreto: el gato al comienzo era un gato, pero terminó en un misterio: Soy el gato que era. Y la araña que nunca seré. Y al personaje le encanta eso, que lo lean quemado y arañado. Digo desde mi ardor que no cae mal un final feliz. O un final renal o cardíaco. Porque obliga a viajar al baño. O en caso extremo, por la inesperada aparición de un infarto.

Y así, queridos presuntos interlocutores. Sigo pendiente. Me deslizo por un ladito de la página y penetro en los ojos de quien entra y sale de este cuento (esas ascuas me persiguen). Me narro desde el mismo lector o desde el mismo gato que ya no existe y sigue siendo en mí. En una araña impúdica, desnuda. Me hago el loco mientras me relato. De allí al suicidio, un salto. Pero no aspiro a tanto. Sí espero que alguien descargue su ira o su arma de reglamento contra los capítulos de mi existencia —me arde hasta el alma— y acabe de una vez con esta agonía de ser parte de un tale o de un short story gaseoso, volátil, que, para no hacerlo más largo, asomo una listica que a un inglés —tenía que ser un pérfido Albión, para darle gusto al diccionario de insultos de este siglo XXI casi harapiento— se le ocurrió inventar: el folktale, que habla de las costumbres y mañas de la gente; el cuento de mentirillas o de hadas, llamado fairytale, y el talltale, que alude los relatos cómicos, brincones o mamadores de gallo. El cortico —como el café— o short tale, que hace referencia al cuento de hoy, tan moderno que rozamos el siglo XIX en comportamiento y lisura ideológica. Con animales en escena. Estoy metido en este último, enunciado anunciado, solitario y ruidoso por la esquizofrenia de este incendio en que me convirtieron. Amado o malquerido, el gato y yo somos uno en araña. Uña y sucio.

 

4

Por ahí vino un señor Emilio Benveniste y le di la bienvenida. Me abrió la puerta de otra página donde me enuncia y me hace enunciación sin ángel bíblico. Dice el recién venido que soy sujeto, es decir, soy yo, que llevo otro sujeto en su interior, como el lector hembra de Cortázar, que es la enunciación, es decir, yo afirmo que yo soy ese yo. Igual le va al gato. Soy gato y otro gato. Araña asomada. Alguien, en medio de tal despropósito, que al parecer no lo es, llegó a decir que “El sujeto de enunciación es una hipótesis de todo texto y sirve para entender que las diferentes personas que aparecen en la ficción son, ante todo, formas gramaticales. ‘Yo’, ‘tú’, ‘él’, existen en el discurso, forman parte de un texto y no son individuos reales”. Es decir, pelé gajo. El minino también. No soy yo desde este yo que les habla. Alter ego arácnido. De manera que estoy muerto. Soy una ilusión. Pero no importa, fantasma al fin, sigo porque no me importa. Qué más da.

Me hiede la cola quemada. Allá va Mary Jane. Qué vaina.

Pero para darle más rienda a esta angustia de estar atrapado en un texto (ojalá sea corto y el conflicto sea menos difícil que éste que vivimos en la realidad nacional), me avengo a esta otra cita que andaba por ahí, realenga: “El narrador puede ceder la palabra a los personajes mediante el estilo directo o reproducir lo dicho por algunos de ellos utilizando dos técnicas: el estilo indirecto, que repite el contenido de lo dicho o el estilo indirecto libre, fiel al fondo y a la forma de lo supuestamente manifestado”. El aliento del narrador olía a humo.

Bueno, aquí corto un rato para decirles del lector modelo, que dice mucho por ahí el signore Umberto Eco: es decir, el que maneja los mismos códigos, los mismos vicios lingüísticos, ideológicos o socioculturales. Es decir, nuevamente, que tenga las mismas mañas.

Esto de la enunciación, la intermedia, enuncia que “postula dos sujetos al mismo tiempo”. Y así les digo: el que dice o parlamenta y el que es “dicho” o por el que dice. Si les quedó claro, bien. Hablo como gato y soy gato nombrado araña. Si no, igual. Pero así es la cosa. Digo: hay un gato quemado y uno que es mencionado desde sus chillidos. Que le pregunten a Gómez de la Serna por su felino. Al Stan Lee y a Steve Ditko por su Spiderman. O a don Augusto Monterroso por su bicho prehistórico. ¿Cuántos dinosaurios aún quedan en el mundo? Algunos retozan por ahí, echando humito. Pero no llegan a dragones.

Más adelante, como se trata de encontrarle un espacio al que se enfrenta con el texto, es decir, un lugar para el lector, nos fajamos con el “tópico” que tiene referente aristotélico y nos lo topamos en piezas largas larguísimas, aunque en este instante lo corto sobra en la misma fogata del pobre gato.

 

5

No podía faltar el carácter minimalista del animal en el relato corto. De la microficción. O como se le dé la gana llamarlo. Y claro, tenía que ser así porque algo tan corto tiene que ser mínimo. Mínimo el texto, mínimos yo y el personaje, mínimos el lugar y el tiempo, y hasta el mismo lector. Chiquitica la araña. Y en el caso del personaje de Gómez de la Serna, mínimo el minino. También podemos hablar de un lector corto. Miope o de aliento limitado al leer. Aquél que repasa un textículo y se queda dormido. Y hasta es capaz de sonreír, molestarse o sufrir un ataque de histeria. Que hay muchos que sí leen y lo hacen dormidos sobre las brasas de una hoguera onírica. Así lo dejó dicho Horacio Quiroga, que de asesinatos y de arañas venenosas sabía mucho. Corrijo, de tragedias, no vaya a ser que le apliquen la Ley Resorte y lo lleven a juicio. O a la cárcel y sea conocido en este relato con el bello eufemismo de privado de libertad. Por apología del delito o hasta por simulación de hecho punible, porque como es ficción, no vaya a ser. El pobre Quiroga sufrió mucho en la vida.

Llegado a este punto, el lector u oyente, molesto actúa con razón.

Entonces, una patada en un ojo me coloca al margen de la página, es decir fuera del cuento. Expulsado del paraíso de Milton, de la República de Platón, de la Metamorfosis de Kafka, del reino de Utopía o de las arenas movedizas de la trama, no me queda otra cosa que alejarme, saludarlos desde lejos con mi rabo chamuscado y sin máscara y gritarles que si no les satisfizo esta lectura, podría comenzar de nuevo y tratar de que el final sea al menos un poquito más feliz. O buscarle un happy ending distinto al del miserable gato, para que no termine con los ojos como dos bombillos de cien vatios.

Al fondo de un callejón, donde vive Don Gato y su Pandilla, dejé caer la máscara de Spiderman. Me alejo con cara de Peter Parker, con Mary Jane bajo la luna. A lo lejos maúlla un gato viejo.

—Te quiero burda, Mary Jane —digo bajito.

 

Coda

De esa acción quedaron estos tres intentos:

 

El ojo

Todos los días mi ojo izquierdo amanece lleno de peces. Un poco más tarde llega hasta la orilla de mi párpado un grupo de pescadores, que arroja sus redes en el fondo de mi maltrecho pozo ocular.

Los peces saltan impregnados de humor vítreo y se reflejan en la cara feliz de los pescadores. Entonces mi ojo se vacía y puede —al fin— advertir el mar que en la cuenca se agita.

Y así a diario.

Mis lágrimas suelen provocar inundaciones, fenómeno atmosférico que llena de nuevo de peces el fondo oscuro de mi ojo izquierdo.

Una marea de pirañas, tiburones, morenas, congrios y barracudas me despierta por las noches.

Entonces espero ansioso el amanecer para correr al encuentro de los pescadores.

 

El ojo (Versión II)

Hoy mi ojo amaneció lleno de pirañas...

(El narrador no pudo continuar con el relato porque los depredadores lo habían dejado tuerto).

En otro extremo de la imaginación, el personaje le propuso al gato de Gómez de la Serna para que le diera caza a esos bichos y se los comiera asados con todo y espina.

Pero no lo veo: tengo una araña en lugar de ojo.

 

El acuario

Mi ojo es un acuario.

Afuera, donde llueve y los relámpagos sacuden al mundo, el gato malévolo de Gómez de la Serna vigila el movimiento de los peces.

He soñado que me embruja. Que rasguña mi córnea y se zampa los peces de un solo atracón.

Sólo me queda recoger los vidrios y llorar.

(Texto leído en el II Encuentro de Microficción de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, el viernes 26 de octubre, evento en el que participaron los escritores Miguel Gomes, Violeta Rojo, Armando José Sequera, Antonio López Ortega, Fedosy Santaella y Arnaldo Jiménez, entre otros.)