“Noche oscura del alma”, de Carmen VincentiNoche oscura del alma, una novela fantasma

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En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura¡)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

San Juan de la Cruz

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Noche oscura del alma, la novela de Carmen Vincenti, es una historia de fantasmas en el fragor de una tragedia dibujada en la costa central de Venezuela, en los días del deslave que dejó una innumerable cantidad de fallecidos y desaparecidos mientras el país se debatía en medio de unas elecciones que mostraron, posteriormente, la verdadera cara de la muerte. El país de aquellos días era la escena de una larga fila de cadáveres vivientes en un enclave turístico convertido en un gran cementerio de tumbas abiertas. Una interminable fila de voces que escapa de la caída de las rocas y del deslizamiento del Ávila hacia la costa guaireña.

La novela de Vincenti (Editorial El Otro El Mismo, Mérida, 2005) es un relato donde el amor frustrado tiene nombre en un personaje que cambia de rostro de acuerdo con el estado que se le antoja a la naturaleza o a la memoria del dolor. Adriana es un accidente existencial, un accidente que instaura un recorrido en varios tiempos y espacios, prolongados por la incertidumbre.

(El lector, Yo lector, también fantasma entre las páginas de un libro que recorre el nervio narrativo que va de Caracas a Tanaguarena. La muerte y el amor destacan los capítulos titulados con adverbios de tiempo, lugar, modo, cantidad, negación, duda...).

Noche oscura, nombre del poema de San Juan de la Cruz, fraile del renacimiento hispano, fundador de los Carmelitas, ha servido a Carmen Vincenti para dar cuenta de una larga sombra de lodo, piedras, gritos, susurros y cadáveres que descubrió el desastre conocido como la Tragedia del Estado Vargas. Pero la de Vincenti es noche, con el alma, lo que la hace movimiento estático sobre el sueño, el sobresalto, el miedo, el terror, la desolación. Es decir, la muerte, la parálisis. Noche vierte toda su carga sustantiva con el pálpito del alma que la define, que la renueva, toda vez que es única porque se mantiene en la memoria sin cambios: desde ella y desde las mismas víctimas es una noche permanente. Noche oscura de una pesadilla que sufrió el alma de todo el país y que en la novela se hace paralela en la existencia de los personajes que la autora refleja a través de Adriana, voz relatora y sufriente, personaje que habita con los fantasmas del deslave y con los fantasmas de su casa. A la vez ella fantasma.

 

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La imagen del escape, de la huida de la zona del desastre en la que una fila de hombres, mujeres y niños, así como de animales dispersos, descubre la tesis de la polifonía. Pero además la del monólogo de la naturaleza. Son voces vivas en medio de una tumba. Voces que emergen del barro, del hueco de un apartamento, de la colmena de un edificio fantasmal. Hablan, comentan, dialogan, silabean, componen una sinfonía que activa la imaginación, no sólo la de quienes sufren la tragedia, sino la del mismo lector que se convierte en un ser polifónico. Un lector múltiple, como ocurre con los narradores que estructuran la obra. Adriana actúa y nos cuenta desde afuera, desde la lejanía de su eco. También desde su más profundo adentro. Narra sin su nombre. Se desnuda y usa los ojos para contar la muerte, los destrozos, la soledad, la desolación, el ruido, el silencio, el miedo. Se confiesa desde una locura cercana. Es más, forma parte de las notas y comentarios de prensa que se intertextualizan en la novela. Da la impresión de que Adriana y los narradores que la rodean (siendo ella misma “intranarradora” o narradora interior) se hacen correlato, eco de las informaciones que la autora intercala. Se trata de una experiencia en la que la novelista nos dice que ella está allí, moviendo los hilos del asunto. Carmen Vincenti forma parte de la larga fila de personajes que se agitan en medio de la noche. Vincenti conoce bien la topografía, los nombres de las que eran las calles de los pueblos, los de los edificios, clubes, los apelativos de muchos de los que quedaron enterrados en esa gran fosa común.

 

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Vale decir que la novela, que se muestra como un reportaje vívido, como una crónica en carne y hueso, es una crítica a aquellos días de ambición electoral de un país —porque el resto de Venezuela estaba más atenta al sufragio que al naufragio—, que luego sintió su propio ahogo cuando abrió los ojos y vio la realidad. Y, posteriormente, cuando la gran metáfora del desastre natural se convirtió en la hipérbole del posterior desastre político.

La obra, también un símil que se ha hecho visible en la destrucción, no sólo de una zona del mapa de un país, sino de un grupo familiar, de un individuo (Adriana), revela la miseria discursiva de un personaje que piensa más en la ideología que en los afectos. Es más, su retórica elabora otra tragedia, la de la demagogia vertida sobre el dolor.

Adriana, el personaje que somos todos, regresó al lugar de la muerte y lo recorrió para reconocerse en ella, en la muerte, para saberse hermosa como ella. Un sueño muy real la desplazó por una casa vacía, rota, ya sosegada, como ella misma.

Noche oscura del alma es un espacio “con ansias en amores inflamada” y un golpe bajo en la conciencia de un país, ficcionado o no, que aún se mueve bajo las piedras.

Una novela fantasma poblada de fantasmas. Una novela que ambula por la memoria de quienes aún suben los “ojos hacia las nubes cargadas de angustia”.