“El mal de Q.”, de Antonio TelloEl mal de Q.

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Se lee de puntillas. Con los ojos puestos en cada digresión. En cada salto de adjetivo ajeno a nuestro diccionario. Pero seguimos. Antonio Tello escribe desde la dificultad, desde una suerte de niebla que anida en cada palabra. Sus personajes se confunden con el polvo del desierto, muerden el silencio y salen airosos como sujetos de narración.

He comenzado a leer El mal de Q. por el final. Una vez más la gente de Candaya se anota este lujo que apareció en Barcelona, España, en 2009. Y cuando digo por el final digo que entré a este libro por la historia que le da nombre al tomo. Q. atrapa por lo obsesivo, por lo puntual de una suerte de locura, de patología que envuelve y desequilibra a quien ingresa en su sicología. Si se trata de un personaje extraño, más extraña aun es la actitud del narrador, quien relata con una frialdad que aturde hasta el punto de dejar sin aliento y desata una serie de pequeños demonios que ambulan cada vez que se separan los ojos de las páginas. El mal de Q. es realmente una enfermedad. Q. está enfermo, obsesionado con el orden, con la hora de dormir, con la hora de despertar, con la hora de entrar y salir de un libro. Un personaje cuyos límites están en cada paso que da.

Así lo dice: “El día de su cumpleaños Q. no modificó su rutina y al salir de la oficina, como todos los miércoles, fue a la librería de los grandes almacenes. Se dirigió directamente a la mesa de novedades, donde ninguno de los títulos que se exponía era el mismo de la semana anterior”. Desde ese instante, la vida de Q. adquirió otra tonalidad: el libro que compró lo sacó de su camino y perdió el equilibrio “de sus hábitos”. Como el sueño no le llegaba tomó el libro, el pequeño libro, pero nunca pasó de la primera página, de la primera línea. Se trata de la lectura imposible. Y así como el personaje de Melville, que tanto ha trabajado Vila-Matas, Bartleby, el de Tello no podía leer. Una vigilia eterna lo condujo a no avanzar en la lectura, hasta que lo sorprendió la muerte, la vida sin aliento, la quietud, con un dedo sobre la línea de la cual no lograba salir. No logró salir.

Así son los cuentos de Antonio Tello, unos imposibles. Después leí “La agonía del ángel”, otro inalcanzable espacio, otro cielo perdido. Un sueño recurrente acosa a un personaje. Un oscuro pecado seguramente lo atornilla a las imágenes que noche a noche lo llevan a la cúpula de una iglesia donde ve un pájaro, un ángel alado, que llora. En la medida en que se acerca a él, abrazado al óxido de una cruz o de un hierro a la intemperie, se da cuenta de que el ángel agónico es él mismo. Abierto a cualquier posibilidad, a otra lectura, el relato de Tello nos deja con la mirada puesta en una noche que no termina. El mito de Sísifo aparece en la escena.

 

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Me atornillo al comienzo. Finalmente entro al libro por las primeras páginas, a este mal que aqueja al futuro lector. Antonio Tello no evade la realidad de la América que vive. A través de una particular manera de armar su discurso narrativo, el escritor argentino dibuja el perfil de sus personajes. Ausculta cada frase, descose el paisaje, enhebra cada paso para decir cada tragedia, cada episodio humano: son cuentos donde quien narra se involucra, pero también sabe alejarse.

Este tomo antológico que publica Candaya da cuenta de tres partes: El despertar de la palabra (1968-1970), El desierto y la leyenda (1971-1925) y La mirada en el exilio (1980-2009). En el prólogo de Víctor Escudero oímos: “El trabajo con la escritura, pues, se vuelve para Tello invocación de lo sucedido, a lo que sólo es posible acceder por el desvío de lo ritualizado. Y en esa apuesta se sitúa su apelación al mito, no como relato ejemplarizante, sino como patrón narrativo que, vehículo de matices cambiantes, inscribe una llamada a siglos y culturas distintas y distantes”.

De allí que nuestro autor viaje por espacios variados. Entra en el alma del Otro, en el laberinto de un alguien atrapado en una jaula; dialoga con la muerte y la despista; trata el mundo laboral desde macabros deseos; encara la soledad de un sujeto y se hace parte de su desolación donde una puñalada devela la realidad del personaje. Y así, sombras del desierto, de la ciudad, de las carreteras, de la pobreza, de los abusos del poder descifrados por un lenguaje a veces difícil pero capaz de describir el dolor y la ira contenidos en una palabra, en muchas palabras, en frases cuyos códigos forman parte de la tierra en la que habitan sus fantasmas, como diría un día Ernesto Sábato.

 

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El mal de Q. es una enfermedad sin nombre. Una patología que corroe la piel del alma y la coloca en la línea final de una historia que nunca termina. Es el mal de una tierra que se aleja de quien la inventó. El exilio, la muerte, el retorno al paisaje olvidado. Un eco, símbolos, signos, la mirada puesta en todos los resquicios humanos. Ese mal tiene nombre. Un nombre que se borra. Un nombre que muchos repiten con la boca llena de silencios.