“La enfermedad”, de Alberto Barrera TyszkaLa enfermedad

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El narrador recorre la patología de dos personajes que lo hacen ver como una metáfora de la esperanza, como un archipiélago donde se desplazan la verdad y la mentira, la piedad y el desgarramiento. Dos enfermedades que hacen esquina con la mirada equidistante de quien advierte que se trata de un sujeto destinado a proporcionarse atmósferas psíquicas, trastornos cuyos síntomas desvelan más al supuesto paciente que al médico, toda vez que se trata de un enfermo que se inventa enfermedades o cree que éstas forman parte de su diario vivir. La hipocondría, el rezago de imágenes, voces o cualquier otra manifestación nerviosa o neurológica que lo conducen al diván o a la sala de consulta. Pero la enfermedad, el eje de este tejido narrativo está, precisamente, en quien sirve de psiquiatra, el doctor Andrés Miranda, quien tiene que luchar con el cáncer que sufre su padre, y quien hasta cierto número de páginas no sabía qué lo aquejaba.

La mentira piadosa, la mentirilla blanca, el comportamiento del hijo como padre ante el viejo que se hace hijo con la enfermedad, que se debate entre la desolación y el llanto, entre una salida infantil o la terquedad. O el silencio frente a una pared también silenciosa, sin escrituras o fotografías que lo conduzcan a otros espacios. Las preguntas, el silencio. Hasta que ocurre el desvanecimiento, la ambulancia, los exámenes de rutina que se hacen imprescindibles frente al cuerpo inexplorado, los rayos equis, la resonancia magnética, los exámenes de sangre, la mirada al interior de una maquinaria que está a punto de detenerse. Y luego, el diagnóstico, la quimio, la radio... el miedo. La verdadera enfermedad. Y la solución, la muerte.

 

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El narrador, digamos que el autor se desdobla, tiene en el autor Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960) un cómplice que logra matizar el proceso del cáncer del viejo Miranda. Podría parecer un dislate, pero La enfermedad (Editorial Anagrama, Narrativas Hispánicas, Caracas, 2006), Premio Herralde de Novela, va mucho más allá de los males del cuerpo y el alma. En el fondo de estas páginas que escribió con gran belleza el autor caraqueño está el instante o los instantes en que el humano ser sabe que es finito. Ese momento define al hombre, lo hace hombre, lo amasa conciencia, toda vez que lo aleja de la mirada triste del perro o del caballo que va a ser sacrificado. Cuando se tiene conciencia del fin, aparece lo más humano del ser. En ese estadio se concentran tantos sentimientos, los buenos y los malos. Saber que el futuro se acabó, que un paso hacia adelante significa un paso hacia el foso. Mirar las imágenes de fondo, las del cuerpo, allá donde el mal, el cangrejo que muerde la carne, la pudre y la mata.

Andrés observa la última tomografía. Ha traído a casa los resultados y está sentado en la cama, alzando la placa para que la luz de la ventana le permita ver el cerebro de su padre. La lámina azulada deja ver las manchas con una precisión que ahora le resulta insoportable. El misterio siempre logra que la muerte sea un poco más soportable. Tanta puntualidad científica es intolerable. ¿A quién le sirve? ¿a quién ayuda?

Las preguntas se quedan el aire. El ojo del médico ya no abriga esperanza alguna. Queda saber cómo se comportará el enfermo, cómo reaccionará. ¿Cómo se lo sigue ocultando? ¿Cómo se lo dice?

Esas “imágenes tan definitivas” le dan un vuelco al mundo. Andrés Miranda sabe que su padre, el viejo roble Miranda, va a morir. He allí otra de las tensiones que provoca el narrador. Por algún resquicio de la memoria o del alma le llega Celine para amortiguar un poco la realidad que tiene frente a sus ojos en esas láminas de polímeros donde hay tantas verdades, que le cuestan revelar al legítimo dueño del mal.

 

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Me sostengo en una vieja novela que siempre está presente: Cuerpos y almas, de Maxence Van der Meersch, editada por Plaza y Janés para el Círculo de Lectores en la década de los años 70, donde los médicos, para ganarse el cargo, juegan con la vida y hacen de la muerte una especie de canon donde la competencia y hasta el odio se juntan. Pues bien, en esa obra la enfermedad es un comportamiento, no sólo en el paciente sino en los médicos, como lo es en las manías de Ernesto Durán, el que escribe con denodada intención a Andrés Miranda hasta convertir al mismo psiquiatra en un “enfermo”, en un depositario de tragedias e historias que sólo existen en la imaginación febril del paciente.

Un poco más acá en el tiempo me siento frente al doctor Vicente Lecuna Torres para hacerlo parte de estas líneas gracias a su libro Informe médico (Mondadori, Caracas, 2006). En este espacio el autor relata sus experiencias con pacientes, con enfermos, pero también desnuda el comportamiento, la conducta de sus colegas, quienes han hecho de la profesión una enfermedad más. Claro, no se trata de rellenar estas líneas con un tratado de bioética, pero sí vertebrar la idea de que en La enfermedad de Barrera Tyszka es posible encontrar aristas que conduzcan a tratar sobre asuntos que van allá del tema que nos ocupa. Esta novela contiene elementos que prestigian la indagación que el mismo autor llevó adelante durante su elaboración. Un ars poética que se tradujo en ars narrativa, porque la enfermedad —¿miramos a Molière?— es un tema que cuenta, relata desde imágenes cuestionadoras: el mismo Cervantes nos regaló un Ernesto Durán sobre un jamelgo.

 

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Al final una pregunta: ¿A qué saben las últimas palabras? Verso que podría iniciar un poema concluyente.

Así, El viejo Miranda vuelve a abrir los ojos, intenta sonreír y luego lo mira con una frágil ternura.

—Háblame —repite—. No dejes que me muera en silencio —dice.

El lector también cierra los ojos y la novela. Un gran silencio invade los dos ambientes, la habitación donde muere un hombre frente a su hijo, y la sala donde la lectura duele un instante, el instante que nos separa del misterio, de la ausencia.