La muerte para empezar

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La muerte para empezar

“Iba a morirme yo, a pesar de ser yo”
Fernando Savater

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El título y el epígrafe de esta nota, tomados por asalto del morral del reconocido filósofo español, hacen juego con la preocupación que cunde en el mundo a propósito de los acontecimientos que abren las páginas de los diarios. No se trata de la guerra, es la muerte, esa compañera invisible que respira atornillada a nuestros pasos y que a ratos espantamos para que salte la cuerda unos metros más allá de nuestros pensamientos.

Se trata, sí, efectivamente, de la muerte. La que empieza y finaliza en el camino. Esa “cosa tan irremediablemente personal” que nos amarra a los seguros de vida y a la imagen de que alguien mirará nuestro rostro, serio y circunspecto, a través de un cristal. Más allá de esta consideración anodina, la muerte es un problema cuando aparece en la mano armada de los hombres, cuando es empujada por el odio, las ambiciones y los afanes de la irracionalidad, aunque la muerte no sea un salto irracional.

Esta irracionalidad surte el pozo de la política. Todos los discursos de este viejo abono están agotados, han sido mermados por la demagogia, por la imbricación del pragmatismo y la ambición crematística. La guerra de los Estados Unidos contra el fantasmal país afgano no es más que eso, un discurso agotado producto del manoseo del territorismo como heredad. Igual, el que la ex Unión Soviética precipitó sobre los satélites de su ambición. O sobre el mismo Afganistán, Damasco o Bagdad. O la de Cuba sobre la desolada Angola. ¿Qué cultura no ha practicado el terror para imponerse? Desde remotos días ha sido revelado en las ansias expansionistas de generaciones imperiales. Para ganar terreno hay que matar, desgarrar los sonidos del “otro”, del que nos mira desde su poca altura. Allá arriba está la muerte, poderosa, símil de la destrucción total.

 

2

El yo individual, el que muere con todos, con todos los otros, racionaliza el temor y lo convierte en filosofía, en “defenderse de quienes creen saber y no hacen sino repetir errores ajenos”, como dice Savater. La certeza de esta idea se aproxima a lo que acontece actualmente: pensamos para repetir los errores del otro, los mismos yerros que nos han acercado al precipicio. Pese a que no estamos de acuerdo con esa “confrontación”, sabemos que es inevitable, porque quien maneja el poder azuza los deseos de ver de cerca la cara de la muerte del otro. Morir así es una humillación. Muerte al fin, es la mía, la que siento mía, la que no puedo eludir porque ya he muerto en el otro, en el que aparece en la pantalla de televisión envuelto en la misma tela con que habrían de cubrirme. Vieja retórica, pero verdadera.

La imagen de los aviones derritiendo los inmensos edificios de Nueva York establece el comienzo de la muerte. Los que hicieron eso sabían de antemano que con ellos no moría la muerte, empezaba. Y empieza a cada instante, no tiene fin. Es mi muerte a cada instante, por eso quiero negarla, enfrentarla.

Y así como los discursos han sido agotados de tanto vernos en la muerte del soldado, de nuestro enemigo soldado interior, en la del delincuente abatido por la policía, en la del trabajador que se desprende de un piso alto mientras pintaba, en la del joven que estrella su vehículo contra la defensa de un puente, e inclusive, en la del perro que yace destripado en medio de la calle y sólo le quedan los ojos para advertirnos, sabemos que la paz nuestra es inmerecida. No hemos sabido conservarla. No se trata de romper el espejo imperial, el reflejo del más poderoso, porque el poder mientras más lo es, es más vulnerable. No se trata de hablar con el discurso plañidero de nuestra tradicional izquierda, o con la retórica acartonada o “yupi” de la derecha conservadora. No; ambos están agotados. Nos queda —aunque hayamos desgastado a Dios con un ateísmo romántico— vernos en el hombre, despojarnos del fanatismo tanto de izquierda como de la derecha, lavarnos ambas manos, porque a la larga y a la corta la muerte no es de izquierda ni de derecha. Es ella, principio y fin, victoriosa, fea, deshuesada por la imagen del odio y la miseria humana.

 

3

El epílogo es el mismo siempre: la guerra es un invento del hombre para disminuir su capacidad humana. Para hacerse menos humana o más muerte.

Afganistán, Bagdad, Damasco o Angola son nuestro yo, el que siempre recibe los golpes. Pero también somos alaridos de los que sucumbieron en las torres o en Boston.

Empezamos a ser cuando sabemos que la muerte se nos aproxima. Contradictorios, pese a que somos la muerte del otro y la celebramos desde la enemistad, nos batimos por evitarla a través de la guerra. La violencia es nuestro hombre primitivo, el que llevamos en la piel del animal que nos cubre.