Fedosy Santaella“Taxidermia”, un cuento para muertos vivientes

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Frankenstein saluda en caraqueño y se pasea con Mary W. Shelley mientras Alejandro Castillo es borrado físicamente de la memoria de su entorno, pero se multiplica en el “moderno Prometeo” que alguien de tabaco y boina mercadeaba como “el hombre nuevo”. Un poco más cercano a nuestro mundo, donde la imaginación no quiere ser importunada, Fedosy Santaella, de la manera más pérfida, ingresa en un laboratorio para entregar a los lectores el producto de “muchos” sujetos, entes protagónicos de “Taxidermia”, el cuento ganador del concurso del diario El Nacional, el que celebra el aniversario número 70 del periódico capitalino.

En efecto, el trabajo del autor carabobeño es un juego que no deja de ser real, es más, muy real, realísticamente real, hiperrealista hasta el colmo de dibujar un país en el que sus habitantes forman parte de un largo tráiler de la ya inaguantable saga de los muertos vivientes. Alguien llegó a decir que el cuento es exagerado. Nada más falso: se trata del más fiel de los mapas en el que las suturas de los personajes de Shelley van por dentro, en la conciencia. ¿No estamos acaso viviendo una exageración? ¿No hemos sido siempre exagerados? ¿No nació en estas tierras el realismo mágico y sus derivados petroleros? ¿No nos desatamos con Cien años de soledad? ¡No celebramos en este instante 50 años de Rayuela, una sabrosa desmesura? ¿No caminamos de la mano con Gargantúa y Pantagruel durante años? ¿No nos encogimos o crecimos con La piel de zapa de Balzac? ¿No nos drogó El perfume? ¡Cuánta exageración en nuestra historia, en la gallardía de tanto héroe con pies de barro! Allí está, vivita y coleando, Venezuela heroica, de Eduardo Blanco, una de las exageraciones más cursis que criollo alguno haya escrito, en boca de tanto Alejandro Castillo lazareto.

El cuento de Fedosy Santaella traza el paisaje que hoy ocupan “colectivos” prisioneros de un pensamiento único, del rostro repetido en el cerebelo de nuestra cojitranca posmodernidad, de una historia que no quiere acabar. Colectivos que podrían refrendar el grito de “¡Alejandro Castillo somos todos!”. Y no es broma: “¿No hace falta decirlo, verdad? No hace falta decir que aquel hombre a pesar del disfraz misterioso, tenía cierto parecido con mi amigo Alejandro Castillo. Como también lo tuvo aquel otro que vi parado bajo un árbol el lunes siguiente en la mañana, cuando salía para mi trabajo. Y también aquel otro que estaba en la mesa más alejada de la panadería donde suelo desayunar. Y también todos aquellos que pillé entre la multitud en los centros comerciales, en las calles, en los carros del tráfico...”. Todos eran Alejandro Castillo. Todos eran uno, con una sola idea, con un solo ADN. Con retazos de Castillo alguien fabricó al nuevo hombre, al “moderno Prometeo” que prefiguró la señora Shelley en su celebrada novela de terror. Es decir, “Todos somos Frankenstein”, según la aspiración del Big Brother.

 

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“Taxidermia” es un cuento de personajes embalsamados. “Taxidermia” es un país momificado. De muertos vivientes con banderitas, de zombies que gritan consignas. De muñecos con la misma ropa. Armazón de cadáveres en serie. Un país donde a Rabelais lo quieren hacer parecer a Proust. Tanta inocencia. Cerebros lavados con el detergente de la sagrada ideología.

“Formolizado” el país, convertido en momia, se acelera la desaparición de quienes piensan al revés, de quienes no tienen la cabeza de otro cosida con alambres sobre los hombros, de quienes no balbucean en el momento de pronunciar los sueños o la realidad. Así, no quedan ciudadanos, sólo militantes, tovarish o sombras obedientes.

...No hubo más rostros, pero tampoco hubo más de Alejandro Castillo. Tengo unos cinco años sin saber nada de él, desde entonces no ha pasado mayor cosa. Aunque de vez en cuando me parece que una cara... Que una cara se asoma, me da un toque, me dice en silencio que recuerde lo sucedido y luego se va, se va por el laberinto.

La realidad aprisiona: ¿cuántos nombres se han perdido en estos años, cuándos nombres sepultados tras la burocracia, el engreimiento, el dogmatismo, la sordidez, el fanatismo, la camorra y el retrecherismo? ¿Cuántos recuerdos y amistades convertidos en sombras, en rostros borrosos, en referencias lejanas, en nostalgias? “Taxidermia” embalsama a quien lo lee, pero también lo saca de sus casillas. Es un relato que ubica al lector en el mismo sitio de Alejandro Castillo, porque de alguna manera todos, sin excepción, han (hemos) sido convertidos en víctimas, unos, y en voceros, otros, de un proceso que tiene más de gueto que de campo abierto.

 

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A la larga, en el afuera y en el adentro del cuento de Fedosy Santaella, nadie ha logrado comprender lo que pasó, “y cada vez me siento más vacío de espíritu y más lleno de pólvora”, dice el narrador. Y desde cualquier esquina, fría o caliente, el lector —ese yo que intenta morigerar su miedo y su culpa— oye que alguien lo llama por su nombre postizo (ya es propio por imposición): Alejandro Castillo, el referente de un hatajo de muertos vivientes que regresa a la primera línea de “Taxidermia” con la intención de librarse de la hegemonía de la realidad en la que naufraga.