Mar baldío

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“Mar baldío”, de Jorge Gómez Jiménez
Mar baldío, de Jorge Gómez Jiménez.

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¿Cuántas veces la palabra mar se agita en la boca del poeta, en el transcurso de un libro que más bien busca ser cómplice del silencio, de una ausencia? ¿Cuántos naufragios para que se hiciera libro el poema que se lee y se revuelve en sus legiones de sonidos y ecos? El mar es un estado de ánimo, un invento, una metáfora que toma cuerpo en los quince textos que navegan en la imaginación o en la realidad de Jorge Gómez Jiménez, quien a través del Taller Editorial El Pez Soluble ha hecho público Mar baldío, una plaquette que este año 2013 habita entre lectores escogidos, alentados por tantas imágenes y tantos desafíos.

Libro de muchos dolores en el que Gómez Jiménez elabora una estética y una ética. Leemos Mar baldío con el mismo tenor de su escritura: nos hacemos hora y minutos en cada verso, limitados por la tentación de descubrir la sombra que ha quedado colgada en los ojos de su autor. El poeta busca, indaga, se tropieza con el deseo, con las ganas de ser parte de quien no permite ser parte de él. Entonces dice: “Hubo un tiempo / en el que aún no nos conocíamos. / Tú caminabas entonces / por las mismas calles que yo / sin verme / o me veías pero no me mirabas / y yo te veía o te miraba...”. Las primeras palabras de este poemario anuncian, dicen de la soledad, de un tiempo para un encuentro que nunca se dio.

Ese mar que no aparece en las primeras páginas se prefigura en “una isla sin farsas”, en la “cartografía” de una voz intensa que no deja de buscar, que no teme mencionar la palabra amor en medio del desierto o a través del ruido de relojes, “cubiertos y vestuarios”. El mar es entonces una señal, la revelación de símbolos e instantes cuando

Es apacible el viento
que arrea mis naves
hacia tu mirada

tiene
no obstante
vocación de borrasca

confieso que mis naves
están perdidas.

El que escribe estos versos atraviesa ese océano de vértigo, de borrascas. Alguien que no lo ve, que no lo mira ni lo nombra porque “Quizás debí decirte / que mi alma está herida / que es un ave / a la que le han disparado / y anhela sanación y cobijo”.

 

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La voz no se detiene en el canto del dolor. La nave que la guía va sin rumbo fijo. Está extraviada: el dolor es una marea constante. “Este / mi cuerpo / oculta un alma deteriorada / por el efecto devastador / de la continua exposición / a la satisfacción / del deseo”. El cuerpo también es el alma, esa nave agitada por tormentas y sacudones.

Depositario del deseo, el cuerpo es la casa que desea ser habitada. Finalmente, aparece la palabra mar, un “mar insomne / en el que nadie navega / desde que lo dejaste tan baldío”. La metáfora descubre la intención: la ausencia, el “llanto de perro triste”. La desolación, el dolor de saberse terrible en el recuerdo. El poema, expresión del desgarramiento.

 

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Las hojas que nos ha entregado Jorge Gómez Jiménez van más allá de la lectura. Agonizan en nuestras manos, porque le añaden a su contenido la fuerza de una crítica por todo lo testificado: “Tras de mí a mi alrededor la noche esgrime / una mordiente sonrisa un himno alegre / al ridículo a la indignidad de esta caída”.

Y así, al cierre, revoca lo dicho en una suerte de escarnio, de burla por lo sentido: “Se declara oficialmente abierta la temporada de despecho / A partir de este momento / se establece como definitivamente perverso / el parecido que todas las mujeres tendrán contigo, / toda vez que el mismo se desvanecerá al verlas de cerca, / toda vez que todas ante ti serán no más que un intento fallido”.

El mar —mucho más allá de estas páginas— se agita libremente. Lejos, muy lejos de estas páginas, rompe su oleaje contra el silencio.