Mea culpa

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Mea culpa

Me sé y me confieso tan culpable
de odio contra esto
como un judío contra Hitler:
irreductible, sin sosiego, final.

Guillermo Cabrera Infante
(Mea Cuba)

1

El morral del pasado aún pesa. Las botas embarradas de un pensamiento atascado en las blasfemias, en el estupor, continúan desandando aquella rabia contenida. Éramos una realidad literaria, plástica, romántica y peligrosa. Sospechosos de todo, apuntados por voces que aturden y fusilan cualquier intento de disidencia, nos revolcamos en el estercolero del tiempo. Hace décadas bebíamos el mismo veneno, la misma angustia, traducida en aquello que hasta el más fascista llama justicia social. Toda trifulca ideológica tiene su costado: uno derecho, otro izquierdo. Muchas veces se confunden y se tocan, como todo extremismo.

Todavía se siente el miedo de aquellos años, el temblor en los ojos. Y entonces recuerdo al poeta Virgilio Piñera, perseguido por pensar y por su condición de homosexual en aquella isla recién etiquetada de progresista. Llegó a pronunciar públicamente, pocas horas después de las macabras “Palabras a los intelectuales”, vomitadas por el dueño del Palacio de las Blanquísimas Mofetas: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo ese miedo pero es eso todo lo que tengo que decir”. Y calló, no dijo más.

Después vino la noche de las “3 pes”, la redada del Ministerio de las Sombras contra los pederastas, prostitutas y proxenetas, el 11 de octubre de un viernes que ya no recuerdo el año. Pero no sólo fue Piñera. También acosaron a Lezama Lima. El dolor más prolongado fue el de Reinaldo Arenas, quien vivió y murió su “antes que anochezca” en los “orwellianos controles de la sociedad”, como lo definió Orlando Fondevile.

 

2

Los que creímos que esta geografía podría ser otro lugar para la felicidad. Los que anduvimos de rostro en rostro, de voz en voz fabricando ilusiones en nombre del futuro luminoso, ese porvenir que lleva el fracaso en su propia sangre, no dejamos de advertir que podríamos hundirnos en la desgracia, toda vez que quienes llevan el timón de este barco están llenos de pasado, de la negrura de esa intemperie cruel que tantas veces se nos montó en los hombros y nos hizo renegar de nosotros mismos, de nuestra familia y de Dios.

El escritor cubano, exiliado en Londres y laureado por su talento creativo, Guillermo Cabrera Infante, en el último libro que dejó escrito, Mea Cuba, señaló: “La culpa es mucha y es ducha: por haber dejado detrás a los que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era el mal”.

Un viejo guerrillero dijo una noche con los ojos hundidos: “Gracias a Dios que no ganamos la guerra de guerrillas de los años 60. Qué desastre habríamos cometido. Cuántos venezolanos inocentes habríamos fusilado. Cuántas violaciones en nombre de los tantos mitos inventados habríamos tenido que cargar con nosotros... Pero nada, hemos llegado al absurdo, a lo copiosamente falso, a lo copionamente derrotado. Ojalá que no tengamos que arrepentirnos de los crímenes que aún no se han cometido, los que todavía llevan en la mente”.

 

3

Este mea culpa de Cabrera Infante y de muchos tantos —que ya no existen como él— abunda en reclamos, en autocríticas, en la búsqueda de un espacio para que los sueños no se pierdan. Para que nuestros hijos y nietos, nuestros hermanos y amigos no sean arrastrados al sacrificio. Y decirle a los pocos compañeros de viaje de ese Titanic quejumbroso, que no terminen de dejarse deslumbrar por el ejemplo de muerte de otras experiencias, tan bien conocidas por ellos, como terribles para los ignorantes. Que delante de ellos está un iceberg que los espera.

Éramos personajes de novela, como aquel Manuel del libro de Cortázar, como el Barazarte de País portátil, como cualquier Roque Dalton fusilado por sus propios compinches, como el mismo Guevara abandonado de su hermano del alma en las alturas de Bolivia. Traiciones, delaciones, aberraciones. En eso tradujeron un sueño. A eso llegaron, a emparentarse con los grandes crápulas de la historia. Un mea culpa que atiende a la sombra de Hitler, Stalin, Salazar, Mussolini, Franco, Pinochet. La culpa es un morral lleno de pesadillas.