“Ceremonias”, de Ednodio QuinteroCeremonias

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Sostengo en mis manos los viejos tomos que le han dado vida a Ceremonias (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2013). Acaricio con vieja cercanía la tapa de La muerte viaja a caballo (La Draga y el Dragón, Mérida, Venezuela, 1974), Volveré con mis perros (Monte Ávila Editores, Caracas, 1975), El agresor cotidiano (Fundarte, Caracas, 1978), La línea de la vida (Fundarte, Caracas, 1988) y Cabeza de cabra y otros relatos (Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993). Luego me paseo por la cubierta de la publicación española en la que encuentro la imagen de un sueño, la retórica de una imagen que se emparenta con muchos de los relatos del narrador trujillano Ednodio Quintero. Suerte de parpadeo del que escogió la ilustración para sustanciar las historias de quien vuelve, ya no con sus perros, sino por sus fueros, a entregarnos aquellos primeros instantes que impulsaron al novelista que es hoy.

Los personajes de Ednodio Quintero, desde el primero de ellos, el abuelo, hasta el último que se juega la ficción en el líquido amniótico, El hijo de Gengis Khan, son reflejos, referencias, amuletos de la imaginación. Todos los sujetos que viven en las páginas de los libros de Quintero son superposiciones, correcciones y tachaduras que a la larga convergen en una sola conducta ficcional: sus cortísimos relatos, aquellos viejos cuentos de poquísimas líneas, imaginan, inventan desde la circularidad. Un hombre dispara contra la muerte. Un hombre, el que disparaba, era su propia muerte, su propio rostro, su propia venganza. La niña enterrada con sus muñecas para que le hicieran compañía relaja el recuerdo: las muertas habían sido las muñecas. La niña había sido enterrada viva. ¿Quién era la niña, quiénes las muñecas? Esa traslación hace que el lector regrese a una suerte de inocencia perversa, de infancia donde habita el ámbito de la crueldad, matizada por noventa años de silencio, en el que seguramente quien sonríe no es el lector sino el que escribió la historia. El mareo narrativo lleva la marca de una multiplicación de símbolos líricos, que Julio Miranda esbozó como “barroco quinteriano”.

 

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La narrativa de Ednodio Quintero reitera su vagancia en la forma de abordar cada psique. Digo vagancia en el estricto sentido de la palabra: vagar, andar libre, porque el narrador también tiene tiempo para husmear en lugares interiores, sombras, recuerdos dispersos, patologías mentales, ambivalencias, retazos de imágenes, recurrencias, breves instantes, simulacros y eventos de los que entra y sale airoso. Sus primerizas vagancias hicieron posible los cinco libros que la editorial Candaya ha reunido, por supuesto, con la debida revisión de quien no se cansa de hacerlo: Ednodio Quintero corta, mira y remira sus textos con la obsesión de quien viaja a caballo y no se siente acosado por la muerte.

(Una digresión me permite asirme de Confesiones de un perro muerto (Mondadori, Caracas 2006), novela en la que el escritor juega con algunas historias donde la maldad, ese sensible estadio del alma, impera en medio de la locura, las perversiones y una soledad que raya en la desolación. Esta novela es la parte más reveladora de lo que Quintero dejó atrás en sus relatos cortos, sin olvidar las “cinco novelas en miniatura” de El arquero dormido (Alfaguara, Caracas 2010), de las que el mismo autor afirma ser distintas “a un relato o a un cuento largo. Pues contiene en pocas páginas todo un mundo pleno de conflictos y anécdotas, variopintos personajes, bifurcaciones, tensiones, celajes, y permite además algunas de las licencias propias de la novela de largo aliento”. Me atrevo a afirmar que esas características también aparecen, casi todas, en los brevísimos relámpagos narrativos de nuestro autor. Es decir, del microrrelato a la novela larga, pasando por la miniatura, Ednodio Quintero no ha dejado de bucear, de buscar, de indagar en esas bifurcaciones, en esas tensiones, en los celajes. Quintero toma de sorpresa, llena de conflictos a quien lo lee, a quien se atreve a meterse en su mundo imaginario. El lector, convertido en atmósfera de estas historias, termina acosado por los personajes de Quintero, doblegado por las historias. El lector, una vez más, es también acción de la narrativa de Ednodio Quintero, toda vez que se repite en los “dobles” que el autor ha creado (ver los relatos “La muerte viaja a caballo” o “Cabeza de cabra”, entre otros.). Para Quintero, el lector es también un personaje dispuesto a ser aclimatado por las reglas de sus relatos).

 

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No interesan a este cronista los cambios: recortes o añadidos que el autor haya realizado en sus trabajos, más allá de que como estudio sean relevantes. En esto se afanaron Julio Miranda y Carlos Pacheco. Para quien esto rasguña resulta imperante la forma, la manera, el abordaje de Quintero.

La estética de Volveré con mis perros, la belleza con que cuenta hace posible que los temas adquieran un brillo extraño. Drama y lirismo arropados por la violencia, la desmesura, el factor sorpresa se acomodan en una poética que Quintero ha sabido mantener en casi toda su obra, incluyendo los trabajos de largo aliento en los que el escritor tiene más tiempo y más espacio para vagar en los sentimientos y paisajes utilizados. En estos textos hay un Rulfo que acompaña y de pronto desaparece para convertirse en la ilusión de un narrador cuya patología más visible es la esquizofrenia de su exigencia como “testigo” de sus propias voces. Son muchas las voces que oye el narrador para convertirlas en símbolos, en perfiles que se desvanecen al final. Un ejemplo de esta tentación rulfeana la tenemos en “El Biombo”, sólo para asomar un solo ejemplo.

Es decir, Ednodio Quintero no descansa. Sabe que sus personajes continúan viviendo después de la lectura, luego de cerrar el libro. Permanecen flotando. De allí que haya insistido tanto en marcar la psiquis, la conducta, los “malos” sentimientos de unos fantasmas que cumplen con el ritual de seguir respirando detrás de las orejas del lector. Cada cuento, mejor, cada personaje, es una ceremonia, una misa, una performance que no se desvanece. Mientras más corto es el cuento más duradera es la sensación de verosimilitud o de increíble verdad. Es decir, produce lo que Barthes llama “estructuración móvil del texto”, que se traduce en el desplazamiento “de lector a lector a todo lo largo de la historia”. Podría parecer una exageración, pero así se percibe cuando el lector aborda “El paraíso perdido”.

 

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Ceremonias es la culminación de un viaje. Y, desde luego, el inicio de otro. En más de una ocasión Quintero ha dicho alejarse del cuento, sobre todo del cuento corto, para estacionarse en la novela, sobre todo en la novela de largo aliento. De modo que todo el ritual deconstructivo, reconstructivo, de revisión y corrección de sus viejos artefactos narrativos cuestiona el contenido de la ritualidad. Ese ejercicio representa la fundación de un nuevo destino. Y así ha sido.

Pero quedan aún “El agresor cotidiano”, “La línea de la vida” y “Cabeza de cabra”. Con estos tres relatos, considera con cierta alevosía quien esto escribe, Ednodio Quintero cierra esa temporada en el infierno para darle paso a otro que lo subyuga.

No existe un “otro”, sólo es el reflejo de quien se cree otro, de quien es otro desde la ilusión. En “El agresor cotidiano” vuelve el instante de “La muerte viaja a caballo”. Una imagen interior convertida en rostro, en gesto, en mirada desde un espejo: también podría ser una o varias voces, un “sujeto” hostil, el perseguidor que Cortázar llevaba a sus espaldas. Éste de Quintero es una conciencia, un dibujo mental que lo confirma su propio asesino. He aquí que en “35 MMS” la imagen ya no es la de él mismo, pero el procedimiento es parecido. Es un tigre-relámpago el que salta de una fotografía, el que instruye la idea de que la mujer de la sesión de fotografías de hace rato era sólo una ilusión, como el mismo tigre, como el Otro de Borges en un espejo. Y así, en otros donde el personaje cambia de fisonomía, se mimetiza.

¿Cuánto ha viajado para ser testigo del fracaso? ¿Cuántas ensoñaciones, cuántos altercados, asechanzas, ataques, muertes súbitas, resurrecciones? La búsqueda, la aspiración de llegar a la casa de un mago, la aparición inesperada de una muchacha quien junto con un leñador le salva la vida. Finalmente, el mago, quien habría de adivinarle el día de su muerte, era sólo una presencia ciega, sorda, muda, casi vaporosa. Y así el regreso a la vida, a la de una muchacha que le alargaría el sentido de la existencia. “La línea de la vida” signada por escollos y obstáculos dolorosos. Inimaginables eventos que construyeron un personaje diferente a los anteriores. Uno que no buscaba un final inesperado, pero antes había parpadeado frente a una choza donde “Dispuestos en aquella superficie clara, como si se tratara de los instrumentos de una ceremonia: una jarra de cristal llena de agua, higos maduros sobre un plato de barro quemado (...). Alguien se apronta a cumplir un ritual cotidiano...”, el que nos entrega la editorial catalana en las voces, acciones y gestos de los personajes de Ednodio Quintero.

 

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Insiste el narrador: en “Cabeza de cabra” un extranjero, un viaje lleno de aventuras. La referencia a un plato de sopa de cabeza de cabra, nada relevante para el significado todo del relato que nos lleva de la mano a un personaje que finalmente es asesinado por su otro, por quien con su misma voz, con su misma mirada, con su mismo instinto criminal lo asesina. De nuevo la transmigración, la traslación: el personaje se hace otro para activar un evento inesperado, sorprendente.

Este relato cierra la microrrespiración narrativa de Ednodio Quintero para adentrarse en la novela, la que es hoy su ámbito y su preocupación. Para adentrarse en un mundo más complicado en cuanto a estructura. Ese hoy que nos atiende es el de Ceremonias, el libro que contiene estos cinco donde han quedado algunos de los primeros cuentos del narrador venezolano.