“Desde el balcón”, de Carmelo ChillidaDesde el balcón

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Carmelo Chillida habita tres lugares desde donde mira el mundo. Y desde esas perspectivas le da tamaño a su mirada. Su poesía en este libro —Desde el balcón (Kalathos Ediciones, Colección Poesía; Caracas, 2013)— es verbo activo: quien habla cuenta, quien dice relata desde varios puntos el afuera o los afueras que no han dejado de pertenecerle. Por eso su poemario se nos ofrece desde la lectura de un “Testigo”, “Desde el balcón” y desde “El gran teatro del mundo”. Es decir, Chillida es un poeta visual atraído por la observación. Nos lo dicen sus versos, su postura y su impostura, su relación con los sujetos y los objetos. Su manera de hablar desde el poema. Porque estos son poemas hablados, “críticos”, a decir de Eliot. En tal caso, nuestro poeta reinventa una realidad para traducirla en tradición. No se trata —otra vez Eliot— de aquella “Inner Voice” que desata el inconsciente del poeta. Carmelo Chillida hace poesía desde “la labor de ubicar, combinar, construir, expurgar, corregir, examinar”, como lo dejó escrito el escritor inglés.

Con esta entrada la lectura nos coloca al lado de una voz que indaga el mundo desde una esquina. Se trata de un sujeto que es testigo de su propio devenir, de las pequeñas o grandes cosas que pasan a su alrededor. Es una poesía de la memoria, del tiempo acumulado en el presente y que emerge cruda, sencilla, dialógica porque habla con el otro invisible. Que da testimonio de lo vivido.

Por eso el mismo autor ha declarado que “Cuando estoy escribiendo no pienso en la poesía”. Más bien se concentra en los ladrillos sonoros para construir la casa del poema, del que brota airosa esta declaración: “...esa poética buhardilla / donde un poeta podría / escribir versos grandiosos, llenos / de fuerza, vigorosos? / Ni héroe ni antihéroe, / ni maldito ni bendito: una persona / normal, o que eso pretende”. Quien habla se ha ido a la calle a desbrozar la rutina, la cotidianidad, una costumbre: la de ser parte de una topografía que lo define.

 

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El lugar mueve al poema. Ahora desde un sitio más reservado, más íntimo, el poeta registra la memoria y un paisaje. Esa traslación permite la evocación familiar y la captación de la montaña caraqueña. El Ávila pasa a formar parte de un personaje ineludible visto “Desde el balcón” del apartamento heredado de los abuelos.

El poema es más cerrado, más personal: autobiográfico, genético.

El que estaba en la calle, en la esquina, en la tabaquería, se encierra en la casa. Desde ella, desde el sitio más saliente del edificio, mira el cerro, el otro mundo más allá del testimonio dejado por el caos, por los carros, por el humo, por la ciudad. Y entonces, el Ávila:

Desde el balcón te miro, Ávila
desde el mismo balcón
que te miraron mis abuelos,
hace ya tanto, antes
de que ellos partieran, antes
de que llegara yo.

La voz de García Lorca se escucha en el poema. Se lee desde el “verde que te quiero verde” y se hace cerro, mueble y tensión sensorial.

De manera que el Ávila
divide la ciudad del mar, detrás
de esa montaña verde está el mar
que desde el balcón no vemos,
sólo imaginamos. La otra cara del cerro,
oculta para el que contempla.

El balcón es el mirador que descubre el mundo y la historia familiar. Pretexto para traducir pasajes, escenas, diálogos, silencios, el exilio del abuelo republicano español, aventuras juveniles, viajes cortos. De Caracas al Ávila y de allí a Macuto en otro tiempo. La microhistoria enhebra una visión ampliada del mundo exterior. El poema respira con la distancia: es una inflexión que funda una ética del recuerdo, una poética de la intimidad y una estética de los afectos. El balcón, suerte de púlpito, ha sido testigo de las voces de los muertos, de los viejos ya idos. El poeta los oye deslizarse, abrir puertas, pronunciar oraciones.

 

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He aquí que el poeta teoriza. He aquí que viaja con sus bártulos y recala en un proscenio desde el cual afirma

Que el mundo gira al revés y que el paisaje
(la calle, la casa, el cuarto) sólo es el escenario
para que los actores reciten sus mal
hilados pensamientos. El mundo ya no es
más el centro del mundo...

He aquí que el poeta devela el rostro de quien se afana a diario. La mímesis, la transfiguración, el cambio de piel del espíritu que se hace rostro diverso, persona distinta. Máscara es personaje, sujeto, rictus o sonrisa. El teatro: he aquí a Calderón de la Barca y su Gran Teatro del Mundo, también el viejo edificio isabelino The Globe, reducto de William Shakespeare, desde donde imanta el mundo con sus tragedias. Y el eco de Samuel Beckett.

La vida cotidiana y un viaje a Londres le permitieron al poeta decirse de sus caras:

La máscara de profesor,
La de poeta, la de buen vecino
Son disfraces cuando hay
Que salir afuera, a ganarse la vida.
La gran mascarada
Tiene lugar allá afuera...

Esta tercera parte, global, va más allá del hombre en la esquina o de quien se sienta en el balcón a escudriñar los misterios del cerro. Va más allá de quien en soledad se rasga la piel. Aquí alguien se desnuda, se quita las caras que suele usar.

El rostro que muestras todos los días
es una máscara; el que ocultas,
el que guardas para ti mismo, es otra.
Algo así parece querer
decirnos Shakespeare, nuestro
contemporáneo ¿o no?

Los tres escenarios, altares para el rito de liberar la memoria usados por el poeta, han servido para dejar al descubierto el propósito de quien escribe poesía sin pensar en ella. Un hombre que escribe para que todos entren en la poesía.

Un hombre ha sido testigo de las calles, de la gente, de una ciudad. Un hombre se descubre a diario en una montaña desde una ventana. Un hombre se arranca el rostro para colocarse otro. Definitivamente, un hombre. Un poeta que habla y como dice Eliot se ubica, construye, examina y viaja con sus distintas máscaras. Un hombre hecho varias personas en un poema.